sábado, abril 20, 2024
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El purgatorio y las palabras

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Hay ocasiones, quizás más numerosas de lo que pensamos, en las que el legislador, ya sea por torpe inadvertencia o por mera desidia, adopta las normas sin valorar con la diligencia indispensable las consecuencias que tendrán sobre los ciudadanos.

Tal parece ser el caso de esa norma que impide que los autores jubilados puedan percibir al mismo tiempo la pensión a la que tienen derecho, no por decisión graciosa de las autoridades sino tras largos años de cotización, al mismo tiempo que el fruto de su esfuerzo, a través del cobro de los derechos de autor.

Esto es así cuando el montante de esos derechos supera una cantidad equivalente al salario mínimo anual. En esos casos, las autoridades tributarias actúan con toda contundencia –que parece más bien ensañamiento– imponiendo sanciones pecuniarias de cuantías disparatadas. Ese celo sancionador es el que muchos querríamos ver aplicado a otros casos, por desgracia habituales, mucho más llamativos, escandalosos de veras y a todas luces indignantes, que despiertan la alarma social, tanto por su importancia económica como por la completa desvergüenza que demuestran los que tales felonías cometen.   

Después de que la opinión pública haya reaccionado con estupor, la prensa ha comenzado a hacerse eco de varias situaciones concretas, sin que de momento se sepa qué es lo que nuestras marchitas autoridades están pensando para paliar esta situación.

España no puede ser tan indigna como para retirar la pensión a un anciano poeta porque sus versos le reporten algún beneficio, ni tampoco imponer a un narrador una multa equivalente a lo que ha cobrado de pensión durante los últimos cinco años.

El historiador, recientemente desaparecido, Jacques Le Goff no sólo explicó muy bien el origen del purgatorio –donde, como poco, caso de  persistir en su contumaz actitud acabarán nuestras autoridades tributarias– sino también nos ilustró sobre ese lento proceso que, allá por el siglo XII, permitió que la sociedad europea comprendiera que también por las palabras, como por otros bienes, era lícito pagar un precio justo.

Le Goff explica ese fascinante proceso en un magnífico ensayo titulado La bolsa y la vida. Uno de los autores que se han visto inmersos en esta situación delirante, Luis Landero, en el primer año de este siglo XXI que muchos nos prometíamos más feliz, escribió uno de los más hermosos e imprescindibles libros para todos los que amamos la literatura. Lo tituló, precisamente El cuento o la vida. En ese libro, que convendría que nuestros torpes responsables políticos leyeran con la calma necesaria, Luis Landero nos descubre las razones por las que no es posible que la narración, como la vida misma, se detenga nunca.

Seguirá por siempre ese continuo contar, a pesar de las mezquindades de unos gobernantes que pretenden regresar a esos oscuros tiempos en los que todavía no existía el purgatorio, ni tampoco podían venderse las palabras, como si quisieran acallar para siempre la voz de los narradores y de los poetas, con quienes, por mucho que reciban a cambio, la sociedad siempre estará en deuda.

Ignacio Vázquez Moliní

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