viernes, abril 19, 2024
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La impostura que no cesa

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Cada día son menos los que se acuerdan de ese excelente profesor, gran erudito y magnífico diplomático mexicano que fue Carlos Pereyra, autor, entre otras muchas obras de El mito de Monroe y La historia del pueblo mexicano. Escribió también un delicioso librito, publicado en Madrid por don Mariano Aguilar a principios de los años cuarenta del pasado siglo, en su famosa la colección Crisol, titulado Quimeras y verdades de la Historia. En sus páginas se ocupa, con una gracia y erudición extraordinarias, de desmontar inverosímiles artificios levantados a lo largo de los siglos por toda clase de farsantes para justificar, apoyar o denostar determinadas visiones sesgadas de la Historia.

Es una pena, en efecto, que ya casi nadie se acuerde del sabio mexicano y que sean todavía menos los que hayan leído sus fecundas obras, como aquellas, tituladas La nostra nacionalitat, en las que presenta los disparates, que Pereyra prefiere jocundos a malvados, de Mosén Norbert Font i Segué, en su conocida y hoy en día tan mentada Historia de Catalunya.

Recuerda también el erudito Pereyra muchas de las supercherías de otros grandes impostores de la Historia. Uno de ellos, quizás no el mayor, pero tal vez sí uno de los más simpáticos, fue Paul Birault, creador, hacia 1913, de esa gran figura precursora, sin la que nuestro actual sistema de libertades públicas no podría existir, que fue Hégésippe Simon, injustamente olvidado y a quien se hacía urgente, para honrar su memoria, erigir cuanto antes un monumento. El atrevido Birault remitió cartas a los severos diputados franceses planteando la necesidad de reparar tamaña injusticia. Se limitaba, para apoyar lo bien fundado de su causa, a mencionar que el tal Simon había dicho una frase tan certera como ésta: «cuando el sol aparece en el horizonte, las tinieblas se disipan.» Quién sabe si debido tan sólo a la evidente profundidad del pensamiento del olvidado prohombre, pero lo cierto fue que las adhesiones recibidas fueron numerosísimas.

Ya en los años treinta del siglo XX, surgió como de la nada, también en Francia, un movimiento en pro de la liberación de Poldevia, el pueblo mártir de quien bastó indicar que ya el propio Voltaire, en una de sus cartas, ni más ni menos que a la seductora Constancia Napuska, se había puesto a favor de los sufridos poldevos. Se remitió de nuevo a los severos diputados franceses una circular firmada por los conocidos e inexistentes Lyneczistantoff y Lamidaeff, en la que se relataban los muchos males padecidos por la población de Poldevia. Otra vez, los diputados, que no habían escarmentado, se adhirieron en tropel a la causa en pro de los poldevios. Se redactaron resoluciones, se lanzaron encendidos discursos y, por fin, se requirió, para poner coto a tantos desmanes, una rápida intervención de la Comisión de los Derechos de las Minorías, en el seno de la Sociedad de Naciones.

Sin que sea necesario dar más pistas para identificar otras muchas nuevas imposturas, no olvidemos que se repiten situaciones similares también en nuestros informados días. Se aprovechan, además, al máximo las posibilidades que las nuevas formas de comunicación social ponen al alcance de cualquiera para multiplicar hasta niveles inverosímiles las repercusiones de lo que, hasta no hace tanto, eran simples travesuras.

Ignacio Vázquez Moliní

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