miércoles, abril 24, 2024
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Descanse en paz

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La muerte de Andrea, la niña gallega de doce años afectada desde casi su nacimiento por una enfermedad de generativa irreversible, ha reabierto en nuestro país el debate sobre la muerte digna. Incomprensiblemente, los médicos que la atendían en un hospital de Santiago de Compostela se obcecaron, en contra del deseo de los padres y de las opiniones del comité de bioética, en mantener a Andrea con vida a base de una nutrición e hidratación sondada que le producía enormes sufrimientos. Algo que, como afirma el titular del juzgado de primera instancia, Roberto Soto, al decretar el archivo de la causa abierta por las mencionadas discrepancias, mantenía la vida «de una forma penosa, gravosa y artificial».

El sufrimiento de Andrea sólo es comparable al sufrido por unos padres que, por auténtico e incontestable amor, se vieron obligados a emprender un calvario judicial para lograr que el inevitable fin de Andrea no se alargara innecesariamente. Porque de eso se trata: de que los adelantos científicos no se utilicen para alargar la agonía. Si la medicina no es capaz de torcer el rumbo mortal de la enfermedad degenerativa de Andrea, por lo menos que no contribuya a su sufrimiento.

La tragedia de esta familia debe abrir un debate en la próxima legislatura sobre la necesidad de incrementar los derechos de los enfermos terminales, que no es lo mismo que legislar sobre la eutanasia (derecho, por cierto, ya reconocido en algunos países de nuestro entorno). La tibia legislación al respecto, el miedo de los facultativos a ser acusados de provocar la muerte de un paciente, (conviene recordar la persecución sufrida por el Dr Montes, jefe de la unidad de cuidados paliativos de un hospital madrileño, por aplicar la sedación a un agonizante) hace que mucho enfermos mueran en medio de atroces dolores.

Andrea no hablaba pero con sus padres, a lo largo de sus doce años de cuidados, había establecido un lenguaje de signos que les hacia entender su sufrimiento. El comité de bioetica dijo, incluso, que «los menores incapaces provocan fuertes sentimientos de protección que pueden convertir a estos pacientes en víctimas». La pregunta es porque la sociedad consiente que esto suceda.

Es evidente, y la clase política que tiene como principal misión la de mejorar la vida de los ciudadanos debería saberlo, que la Ley de Autonomía del Paciente tiene graves lagunas que provocan tragedias como la vivida por los padres de Andrea y, sobre todo, por la propia niña. Como también es evidente que el hecho de que existan en España sólo cuatro unidades de cuidados paliativos pediatrica en Madrid, Barcelona, Canarias y Baleares, condena a los menores con enfermedades irreversibles a muertes con dolor. Los médicos reclaman universalizar los cuidados paliativos en todos los niveles asistenciales. ¿A qué estamos esperando?

Victoria Lafora

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