miércoles, abril 24, 2024
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Sabrer le champagne

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Cree uno que no existe el conocimiento superfluo. Todas y cada una de las cosas que a lo largo de la vida van aprendiéndose tienen no ya su interés sino también alguna utilidad, aunque pasen largos años hasta que uno llega a descubrirla. Será ésta mayor o menor, reducida e incluso si se quiere marginal, pero lo que importa es que realmente existe y convive con otras, de tal manera que la suma de todas ellas hace que consiga salirse airoso, o al menos no del todo derrotado, de las situaciones a las que cada día uno se enfrenta. Gracias a todas esas habilidades el ser humano no se ha extinguido todavía. Son la brújula que nos orienta entre tantos y tan temibles escollos, siguiendo rumbos más o menos atinados, sin que la nave de la vida naufrague a cada instante.

Uno, por ejemplo, recuerda con nitidez asombrosa el día en que aprendió a atarse los cordones de los zapatos, técnica utilísima incluso en estos tiempos en los que los mocasines y hasta el velcro se han hecho omnipresentes, pero no se acuerda del momento mágico en el que consiguió por primera vez abrir un huevo con una sola mano, habilidad que no deja de tener su interés incluso para los que hemos renunciado a toda aspiración culinaria. Otras habilidades semejantes nos permiten apagar velas sin quemarnos los dedos, anudar la corbata con un nudo Windsor doble o silbar pasablemente una melodía pegadiza mientras paseamos de regreso a casa.

Otra habilidad de dudosa utilidad es una adquirida muy recientemente, gracias a la paciencia y al buen hacer de Álvaro Grilo, sumiller del Convento do Espinheiro en Évora, que ha desvelado los secretos de esa antigua y elegante técnica denominada –sólo tiene nombre en francés– sabrer le champagne, esto es, descorchar botellas con la ayuda de una espada.

Recordaba yo que en uno de sus libros mi buen amigo Rui Vaz de Cunha menciona a cierto coronel belga que, siendo una nulidad completa para cualquier otro tipo de servicio, cada vez que llegaba una delegación oficial a la corte de Bruselas era requerido para descorchar con su afilado sable, luciendo sus medallas y los entorchados del uniforme de gala, una botella tras otra. Qué duda cabe que uno no aspira a tamaño virtuosismo. Sí recomienda, sin embargo, como infalible remedio para escapar del inevitable aburrimiento de algunas reuniones, y sobre todo para impresionar favorablemente en citas galantes, recurrir al estruendo del sable al decapitar una botella, a poder ser del mejor champán y, si no, de cualquier estupendo cava de Requena.

Ignacio Vázquez Moliní

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