jueves, marzo 28, 2024
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La mala educación

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Para los ingenuos que hasta hace poco seguíamos pensando que la sociedad evolucionaba hacia mejores niveles de convivencia, pocas cosas hay tan desalentadoras como el constatar esa generalizada falta de educación. Lo peor, además, es que esa manera de actuar, propia de patanes de insoportable zafiedad, ha dejado de ser la excepción para convertirse en norma. No estoy refiriéndome a que no se respeten las reglas de una educación artificiosa y superficial, ancladas en una rigidez arcaica y algo polvorienta, sino a la ignorancia y al desprecio de las más elementales normas que son las que hacen posible que la inevitable convivencia entre todos los que formamos esta pobre sociedad del siglo XXI resulte medianamente llevadera.

De alguna manera, esos comportamientos que uno podría esperarse en gentes que sobreviven en entornos desestructurados, se han impuesto entre toda clase de personas, al margen del nivel de educación o del medio del que provengan. No sabe uno si este fenómeno ha ocurrido de repente o si, por el contrario, es el resultado paulatino alcanzado al cabo de muchos años de ir poco a poco tolerando actitudes cada vez más desvergonzadas, hasta llegar a ese punto sin retorno en el que las mayores zafiedades son perfectamente aceptables.

Quizás los lectores de una cierta edad, si son de los que siguen viendo la televisión, hayan sido testigos de esa evolución que se manifiesta con rasgos especialmente siniestros en la selección del contenido y de los personajes que aparecen en los programas de mayor éxito de público. Se trata de un fenómeno, quizás irreversible, del que Ortega y Gasset empezó a ocuparse hace casi un siglo. Es esa plebeyización progresiva de la sociedad que propiciará la victoria definitiva de los zafios del mundo.

Sin embargo, uno no puede quedarse de brazos caídos. Todavía menos aceptar con resignación, como si de una condena inevitable se tratara, ser maltratado constantemente por las agresiones de esos maleducados con los que no le queda otra que compartir la vida. Porque se trata, en efecto, de auténticas agresiones que no deben tolerarse. Ese majadero que se salta la paciente fila que aguarda el turno, ese sandio que no baja nunca el volumen de la música, ese mentecato que habla siempre a gritos y ese otro que bloquea con su vehículo el paso de los sufridos peatones, son agresores sociales y como tales deben ser tratados.

Pero tampoco hay que aguantar, y todavía menos cuando al cabo de los años uno está de vuelta de tantas cosas, las agresiones de todos aquellos –cada vez más numerosos– que creen que se les debe todo y que, por tanto, nunca agradecen gesto alguno. Desde su torpeza intelectual creen que toda atención recibida es un derecho. Son sujetos, esencial y profundamente miserables, que desprecian a todos salvo a los que están por encima de ellos. Son esos que jamás se molestarán en hacer nada, por más mínimo que sea el esfuerzo, para hacer la vida un poco más feliz a los demás.

Ignacio Vázquez Moliní

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