viernes, abril 19, 2024
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De Turquía, armenios, la ciudad mártir de Esmirna y tantos éxodos

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Hace cien años se perpetraba el primer genocidio del siglo XX, este siglo aciago para Europa. Unos años antes, Serbia y Croacia habían vivido situaciones parecidas de limpieza étnica. Pero lo que nadie parece recordar fue la masacre de griegos en Esmirna en 1922 a manos del ejército turco, que obligó a un éxodo mortal de centenares de miles de griegos que llevaban allí desde hacía más de dos mil años. Una ciudad tolerante, multiconfesional que dejó de serlo, como luego sería el fatal y triste destino (de manera incruenta) de Alejandría, la ciudad de Kavafis, o de Tánger, hoy cada vez más integrista y hostil.

Que yo sepa, sólo el británico Giles Milton ha estudiado el asunto (Paradise lost, The destruction of Islam’s city of tolerance, Sceptre, 2009).

Esmirna es hoy Izmir y no queda apenas nada de su brillante pasado. Recordemos que Alec Issigonis, el creador del Mini y del Morris Minor, era originario de Esmirna, al igual que Onassis, junto con muchos otros creadores ilustres.

La creación del moderno Estado turco fue una limpieza étnica que duró hasta muchos años después de acabada la Segunda Guerra mundial y de la que Chipre es un permanente recordatorio. Un millón y medio de griegos expulsados de Egipto y Turquía, un cuarto de millón de italianos de Yugoslavia (el éxodo istrio), más los expulsados de Egipto y Anatolia. Todo esto está estudiado, por ejemplo en The Mass Expulsions That Forged Modern Greece and Turkey, de Bruce Clark (274 pp. Harvard University Press).

Así ha sido durante el siglo XX. Los Estados-nación se han fundado con masacres y éxodos. Quince millones de alemanes de Rusia, Bielorrusia, Países Bálticos, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, Serbia (además de cerca de dos millones y medio que murieron en el éxodo al Oeste). La ciudad de Dantzig, por ejemplo, patria de Günter Grass, tenía 280.000 habitantes en 1940. Además del hundimiento de navío Wilhem Gustloff con cuatro mil mujeres y niños por slos soviétiv¡cos en 1945, algo que Günter Grass también contó. Los alemanes tuvieron que irse y los que quedaron, unos 20.000, fueron encerrados en los campos de DP (personas desplazadas), en las zonas británica y americana (los rusos los hubieran deportado en masa a Siberia).

Dos millones de judíos de países árabes y musulmanes (260.000 de Marruecos, 135.000 de Argelia, 90.000 de Túnez, 75.000 de Egipto, 125.000 de Irak; etc) como represalia por la creación del Estado de Israel.

Y ninguno de estos refugiados han necesitado decenas de años para integrarse en sus países, ni han estado pidiendo a la ONU un subsidio permanente. Se integraron, tuvieron alguna ayuda, poca (por ejemplo, los alemanes del Este eran objeto de odio, desprecio y culpabilización por los alemanes de Alemania) y no se han constituido en víctimas permanentes.

Nadie ha hablado en su nombre ni quiere recordarlos, hasta el punto de que es políticamente incorrecto hablar de ellos, o porque eran acusados de derechistas o fascistas, o porque, simplemente, eran molestos y recordaban, en tiempos de la guerra fría, compromisos inconfesables firmados en Yalta en 1945, por ejemplo.

A todos éstos debemos añadir los actuales expulsados, 51 millones, en 2013 solamente, según Ba ki Moon, más que todos los provocados por la Segunda Guerra Mundial. Hay kurdos, jecides, cristianos, caldeos, chiitas, congoleses, birmanos (100.000); los únicos no son los palestinos, aunque éstos son los que más ayuda y atención reciben.

Y un común denominador: la progresiva y sostenida expulsión de los cristianos de todos los países donde mandan los musulmanes, ante la indiferencia de Occidente, de la que ya hizo gala en 1922 en Esmirna.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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