miércoles, abril 24, 2024
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El palacio del Bardo

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Situadas en lo que hasta hace poco eran las afueras de la ciudad, dos instituciones fundamentales del Túnez moderno, la Asamblea Nacional y el Museo del Bardo, se encuentran hoy en día reunidas en lo que fuera el antiguo palacio beylical, cuyo nombre deriva etimológicamente del castellano Prado.

Han quedado lejos los tiempos en los que en su rígida aunque recoleta corte de opereta, el Bey de Túnez imponía los entorchados y las condecoraciones inspirados en la moda del imperio austro-húngaro, conjugándolos con el fez de los altos dignatarios y los turbantes de su guardia de corps.

Entonces, como ahora, se llegaba al blanco palacio con balcones y celosías azules, protegido por una alta verja de hierro forjado parecida a la de Versalles, a través de una imponente avenida de esbeltas palmeras. En cada uno de los salones de aparato se escuchaba siempre el alegre rumor de un pequeño surtidor cuyas aguas luego se perdían a través de un laberinto de canales que dibujaba estrellas en los suelos de mármol pulido. En las bóvedas se mezclaban los estucos de nostalgias nazaríes con los dorados de barrocas molduras, a juego con unos pesados sillones de terciopelo carmesí que parecían traídos del palacio de Fontainebleau.

En ese decorado es donde el Bey de Túnez recibía a su gobierno, formado por dos ministros: el de la pluma y el de la espada. El primero lucía chaqué y fez. Llevaba bajo el brazo un cartapacio morado con los nuevos decretos. El segundo, con uniforme de paño, profusión de bordados en oro y guantes blancos, llevaba turbante y un gracioso espadín que sólo se desenfundaba para pasar revista en el patio a ese breve ejército que era la guardia del Bey.

Cuando en 1957 Habib Bourguiba instauró la República una parte del venerable palacio se transformó en sede de la Asamblea, mientras que los salones de aparato se convirtieron en lo que luego sería museo nacional para albergar la más extraordinaria colección de mosaicos romanos que se conserva en el mundo.

Uno de éstos es quizás el más sublime de todos. Es un mosaico pequeño, del tamaño de un cuadro mediano. Apareció en las ruinas de una villa romana en la zona de Sousa. Quizás date del siglo primero de nuestra era. En la escena aparece Virgilio escribiendo los primeros versos de la Eneida, como se lee en el papiro que sostiene en la mano izquierda: Musa, mihi causas memora… En la derecha, levantada a la altura de la barbilla, sujeta el cálamo esperando la inspiración de los dos personajes que le acompañan: Clío, musa de la historia, y Melpómene, del teatro.

Es sobre todo en este día tan aciago cuando uno prefiere hablar de Virgilio, recordar al bueno del Bey, evocar a las amables musas y afirmar una vez más que el privilegio de contemplar ese mosaico justificará siempre un viaje a Túnez.

Ignacio Vázquez Moliní

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