martes, abril 23, 2024
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Las teclas de antaño

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Comentaba el otro día cómo han evolucionado en los últimos años los soportes que utilizamos para la lectura. Hoy quiero mencionar cómo han cambiado, con la misma rapidez, los instrumentos que usamos para escribir una simple lista de la compra, redactar una encomiable memoria que nadie leerá, escribir una meritoria o soporífera novela o para retomar esa atávica y tan reprobable costumbre hispánica que es lanzar al mundo un libelo – de la peor especie – que arruina la reputación del que creemos enemigo.

Viene todo esto a cuento al recordar cómo mis hijos no sabían marcar un número de teléfono utilizando el reluciente aparato de baquelita que había sobrevivido en casa de la abuela. ¡Quién iba a imaginar que había que girar el disco hasta el tope y luego soltarlo para que volviera a su posición inicial!

De la misma manera, tampoco sabían cómo se usaba una venerable máquina de escribir que por allí estaba. Fue una ardua tarea limpiarla a conciencia, engrasar el mecanismo y encajar de nuevo la cinta entintada para que circulara sin problemas.

Luego, colocar el folio en el carro de goma resultó una tarea desconcertante, casi inverosímil. No podían imaginarse que había que levantar primero la palanca de la derecha para liberar el carro y permitir así el paso del papel. Ajustar los márgenes siguiendo la escala pautada también parecía pura magia. Por último, era imposible sospechar que había que levantar el soporte de metal por detrás para que el folio no arrastrara sobre la mesa. Mejor no hablar de la sorpresa causada por el mecanismo para saltar de línea.

Después llegó el momento de escribir. Las letras aparecían colocadas al buen tuntún, sin ningún parecido con el orden habitual del teclado de un ordenador. Para colmo, faltaba la tecla del número 1, que nadie sospechaba que fuera posible substituir utilizando la tecla L minúscula. Precisamente, el cambio a mayúsculas también fue toda una aventura.

Escribían con la delicadeza propia del que utiliza un teclado moderno. Buscaban un buen rato antes de apretar la tecla correspondiente. Las varillas apenas tenían fuerza para lanzar los tipos hacia la cinta. Como mucho quedaba impresa una levísima silueta de cada letra. La conclusión inmediata fue que había que cambiar la cinta. Después de tantos años, debía estar reseca. No sospechaban que al usar una máquina de escribir lo que realmente hace falta es apretar con decisión, de manera que el tipo en relieve se incruste en el papel. Luego vieron que, efectivamente, esa escritura resultaba al final una especie de bajorrelieve que con sus alteraciones en la profundidad de la marca dejaba entrever, de alguna manera, el ánimo del escritor al redactar cada pasaje.

Ignacio Vázquez Moliní

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