jueves, abril 25, 2024
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La sabiduría romana

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Al cabo de tantos años, a uno le queda apenas un vago recuerdo de las lecciones de Derecho Romano que, con maestría y elegancia, dictaba en aquellas aulas algo destartaladas de la Complutense el profesor Arias Bonet. Seguía la estela de su padre, Arias Ramos, quien fuera y tal vez siga siendo el mejor romanista de España. Sí recuerdo con nitidez su imagen de antiguo tribuno, de cabeza cana, amplia frente y poderosa nariz, impecable con su traje y chaleco grises, corbata oscura y la punta de un pañuelo blanco asomando en el bolsillo.

Tenía una dicción pausada y el ademán contenido. Paseaba breve pero incesantemente sobre la tarima de la cátedra mientras evocaba los principios del derecho privado y también de las instituciones del derecho público de la vieja república romana. Han pasado muchos años desde los tiempos de la facultad de Derecho. Aparte de Arias Bonet, son muy pocos los profesores cuyo recuerdo todavía pervive. Desde luego, lo hace con toda fuerza el de ese genial laboralista que es Antonio Baylos Grau y el de Pérez-Prendes, el irónico historiador que no se tomaba demasiado en serio ni el fuero de Baylío ni ningún otro. Por otros motivos, también el del padre Mostaza, antiguo divisionario azul, catedrático de canónico pre-conciliar, que invitaba a las señoritas a salir del aula cuando se disponía a explicar –muy veladamente, eso sí- los impedimentos matrimoniales.

Estos olvidos y recuerdos tienen sin duda un profundo sentido. Todos aquellos catedráticos, algo engreídos, algunos incluso un poco fatuos, que simultaneaban las aulas con las más altas magistraturas del Estado, a uno apenas le han marcado. En esa endeble formación jurídica que se arrastra por la vida, otros han dejado una huella mucho más profunda. El erudito Raúl Morodo, desde luego, y también Alfredo Perelló, quizás el abogado más íntegro y entrañable que haya pasado nunca por el foro madrileño. De hecho, uno experimentó una cierta catarsis el día que por fin se decidió a deshacerse de los volúmenes inservibles de todos aquellos grandes hombres para salvar en su pobre biblioteca sólo las obras de quienes habían aportado algo que valiera realmente la pena.

Entre los libros que se salvaron está el de Arias Bonet. Muy de vez en cuando, con no poca nostalgia, conviene evocar aquellas leyes sabias y de hermosos nombres que adoptara la república. La Lex Hortensia, que hizo que los patricios tuvieran que respetar el resultado de los plebiscitos, la Lex Canuleya, que permitió los matrimonios entre patricios y plebeyos, y sobre todo la magnífica Lex Cincia de Donibus, propuesta por Quinto Máximo y aprobada en plebiscito, en la que se establece para los que defienden una causa, ya sean abogados, tribunos o magistrados, la prohibición absoluta de recibir cualquier tipo de regalo. Con esa misma nostalgia, y viendo cómo están las cosas en esta triste España, tan llena de prevaricaciones y cohechos, uno se pregunta si no nos iría mejor recuperando  la vigencia de tan sabia y previsora norma.

Ignacio Vázquez Moliní

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