miércoles, abril 24, 2024
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Porcelana china en Lisboa: paz y serenidad

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La estrecha y antigua relación que los portugueses mantenemos con China, explica, que en Lisboa dispongamos de dos excelentes museos en los que apreciar la cultura china. El primero es el Museo de Oriente, situado a orillas del Tajo en la zona de Alcântara, en un extraño y singular edificio, antiguo almacén frigorífico en el que desembarcaban las muchas toneladas de bacalao que tan necesarias eran para apaciguar el hambre histórica de mis compatriotas. El segundo es el Museo de Macao, en un palacete en la Rua da Junqueira que, con expresión que siempre hace gracia a mis amigos españoles, está en el camino que lleva a Belén. Sin olvidar las colecciones chinas de la Gulbenkian y del Museo de Arte Antiga.

En el museo de Macao tuve la oportunidad de contemplar la colección de un español, Francisco Freire, que podremos admirar durante un año. La conferencia inaugural estuvo a cargo del profesor Robert Mowry, de Harvard, quien con un elegantísimo inglés propio de otros tiempos, nos ilustró sobre los secretos de la cerámica china y su tecnología avanzada.

La colección ha sido bautizada por el propietario con todo acierto con el nombre de Qingjingtang, que significa Paz y Serenidad. En ella ha reunido, a lo largo de muchos años, las piezas más representativas de la cerámica de la dinastía Song, la mayoría con una antigüedad de más de diez siglos. Uno se asombra al contemplar esas vasijas, jarras y platos que abandonan por completo el recurso fácil a lo superficial para centrarse solo en lo más esencial, adelantándose en más de mil años a las propuestas de la Bauhaus. Luego, ya con la llegada de la dinastía Ming, vuelve a caerse en todo tipo de excesos decorativos y ornamentales.

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Los colores empleados se limitan al ocre pálido, al gris opalino, al beige traslúcido y, sobre todo, a ese magnífico verdeceladón, o verdeceledón, que en muchos países europeos solíamos denominar verde imperial de China. Esta palabra viene del nombre de uno de los personajes de una novela pastoril del siglo XVII, La Astrea, de Honoré d’Urfé, de la que afortunadamente ya casi nadie se acuerda. En aquellos años, entre los elegantes europeos se puso de moda usar platos de ese color y como el tal pastorcillo Celadón de la novela adornaba su sombrero con cintas de color verde pálido, se pasó a dar su nombre al nuevo color.

La exposición recrea el ambiente de paz y de tranquilidad que esas piezas reclaman. La iluminación contenida, las vitrinas alejadas de cualquier exceso o las paredes grises en las que apenas se han añadido en letras blancas las informaciones necesarias, consiguen un ambiente de sosiego.

Uno está convencido de que las colas para visitar esta exposición serían interminables si estuviera en Londres, en París o en Nueva York. Sin embargo, aquí el visitante tiene el raro privilegio de disfrutarla en soledad, con la calma que requiere la contemplación de tan magníficas piezas. Este es un motivo más para para insistir en que esta exposición justifica el desplazarse a Lisboa.

Rui Vaz de Cunha

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