viernes, marzo 29, 2024
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Soy conde, soy gordo, fumo puros

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Así empezaba Agustín de Foxá su famoso racionamiento que le llevaba luego a preguntarse cómo no iba a ser de derechas alguien como él que, al cabo de los años, se definiría a sí mismo como el lujo de ese régimen franquista que, además de siniestro, era sobre todo gris y mediocre. Foxá, conde de lo mismo, como dijera Umbral, fue sin duda impertinentemente brillante en un mundo que no estaba para bromas. Muy acertadamente alguien le definió como cínico de salón, un dandi con algo de falso Sha de Persia. Uno cree que Foxá fue lo más parecido a Oscar Wilde que España ha conseguido producir nunca.

No es de extrañar que el conde Ciano le declarase persona non grata cuando estaba destinado en la embajada en Roma, después de escuchar –Ciano tenía cierta fama de cornudo– que Foxá le contestaba que bien pudiera ser que a él le matase la bebida, pero al menos no aquel famoso torero de entonces que era Marcial Lalanda.

También en su excelente novela Kaputt, Curzio Malaparte, de quien se hizo amigo en el Helsinki de los años cuarenta, retrató al conde de Foxá y marqués de Armendáriz con todo lujo de detalles, algunos de una ternura encantadora, como cuando convence al comandante de una batería para no abrir fuego contra los rusos por ser ese día Viernes Santo.

Agustín de Foxá, junto con Dionisio Ridruejo, Giménez Caballero, Mourlane Michelena, Sánchez Mazas o Luis Rosales, formó parte de aquel grupo de poetas, algo descarriados de las vanguardias, que rodearon desde los primeros momentos de Falange Española a José Antonio Primo de Rivera. De hecho, asistió a la célebre reunión en aquel café de Madrid, –que muchos califican de francachela escandalosa–, en la que entre todos compusieron el Cara al Sol. De hecho, aunque quizás como resultado de los vapores etílicos, Foxá siempre se atribuyó la autoría de los dos primeros versos.

Muchos otros intelectuales igualmente o todavía más comprometidos con el franquismo, como fueron además de los ya citados, Aranguren, Torrente Ballester, o el propio D’Ors, han sido poco a poco indultados por las generaciones posteriores para integrarse sin mayores problemas en el caudal común de la cultura española. Sin embargo, Foxá ha quedado marcado para siempre como prototipo del escritor fascista, quizás por una mezcla explosiva entre esa innata impertinencia que le caracterizaba y tres obras especialmente significativas. La primera es Madrid de corte a checa, una excelente novela desde el punto de vista literario, anverso de Contraataque, de Ramón J. Sender. La segunda, publicada ya tras su fallecimiento, es Misión en Bucarest, donde explicita sin ningún complejo las razones que le llevaron a desertar de la diplomacia republicana. La tercera es un libro de poemas dedicados a Franco, La espada y el almendro, de execrable contenido aunque de excelente factura.

Agustín de Foxá falleció joven, en 1959, quien sabe si por culpa de los excesos combinados de ser conde, gordo y fumar puros. Su viuda, María Larrañaga Ponce de León, la hermosa joven del séquito de Eva Perón, y su hija, la actual condesa, siguen viviendo en su finca de Fuenteheridos, en el corazón de la Sierra de Aracena.  

Ignacio Vázquez Moliní

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