jueves, abril 25, 2024
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Los ministros con ceja y cejijuntos. De la traición

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“La educación en una casa comienza cuando la madre mete el cazo en la sopera”, decía un ilustre que yo me sé. Del mismo modo, la altura de un político se conoce en cuanto abre la boca. El exministro de Cultura César Antonio Molina acaba de asestar una puñalada trapera a José Luis Rodríguez Zapatero, un político al que ves venir en cuanto abre la boca, y que tuvo el detalle de hacerle ministro durante dos años. Aunque me van a regañar por esto, tiro del refranero: “Si quieres conocer a fulanito, césalo de ministro”.

Un señalado exministro se refería en una comida al expresidente que lo había llevado al Gobierno en los siguientes términos. “Siempre le estaré agradecido, porque de entre todos los españoles me eligió a mi para ser ministro del Gobierno de España”. Tras el subsiguiente pensamiento sobre el corporativismo fue inevitable una reflexión sobre la gratitud, porque de quien hablaba bien el señor exministro ha pasado de baranda a ser un molesto individuo en el partido, que ni pincha ni corta, a día de hoy.

Hay personas que creen que han nacido para ser ministros. De hecho, su biografía está enfocada a ser ministro, incluso su pose al andar y dejarse fotografiar revela la gravedad del personaje y su importancia ministerial. Suelen ser grandes fiascos. Por anotar a alguno de cada bando, qué menos que recordar al insigne Enrique Múgica o al inefable Federico Trillo-Figueroa, ambos de infausto recuerdo.

Ser ministro no es cualquier cosa, aunque en la España de Rajoy los ministros estén bajo tierra en cuanto a su presencia pública. Sí, hay un coche oscuro esperando a la puerta de casa, gente que te hace reverencias, asesores que te dan la razón en todo, despachos forrados de maderas y con alfombras de medio palmo. Sí, pero tiene que haber impulso político, suele haber uno, dos cinco, veinte, sectores que dependen de las órdenes ministeriales. Presupuesto, contratos y, se espera, liderazgo político en una gestión honrada y leal a quien te ha nombrado. O sea, lo que se supone que debería ser un ministro.

César Antonio Molina es un respetado periodista, escritor que ha triunfado en los intrincados –e inescrutables, a veces– vericuetos de la poesía. Pero nadie estaba obligado a nombrarle ministro, ni siquiera a mantenerlo como ministro, puesto de privilegio que ocupó durante casi dos años.

Es de suponer que en esos dos años, en los tediosos consejos de ministros de los viernes, además de pensar en la profundidad de la poesía y el reconcentrado papel de los intelectuales –o, mejor dicho, en los autonombrados intelectuales–, César Antonio Molina (siempre me llamó la atención lo del doble y augusto nombre), escucharía a Zapatero. Ya se ha dicho que Zapatero es de los que ves de qué va al cabo de un ratillo, para lo bueno y para lo malo. Igual de frívolo o artero que fue en el adiós, supongo que sería en el momento del nombramiento, o en las conversaciones que es de esperar que un ministro tenga con su presidente. Eso de nombrar ministros al tuntún de los medios es un vicio que tuvo ZP desde el primer minuto. No se le puede negar que en eso siempre fue coherente.

Es posible que Molina fuera un buen ministro, no se dice que no. Más bien parece que fue un ministro irrelevante, seguramente porque estaba absorbido en las reflexiones espacio temporales del poder y el pensamiento, que han dado lugar a un tremendo volumen que publicita estos días con frases como: “Zapatero me dijo que quería un chica joven y más glamur”.

Estar al frente de un ministerio tan apasionante como es el de Cultura parece suficiente premio a una carrera, aunque sea la política. Muchos matarían por estar una semana, él estuvo dos años. Molina alude al linaje en sus argumentaciones –las ideas “son las de mi familia”, un tipo de pensamiento que siempre me ha parecido pobre, en esta España que no se quita el vicio de defender la pureza de sangre. Lo importante, digo yo, son las ideas de uno, no las de su padre o su abuelo, por más que fueran unos genios o muy rojos o unos santos.

Pero igual de español que es defender la limpieza de sangre y aludir a los limpios antecedentes de uno –antes era diciendo que eran católicos viejos, ahora rojos de toda la vida–, lo es la ingratitud, a lo que se ve. Creo que en dos años de consejos de ministros y Gobierno, César Antonio Molina tuvo tiempo de hacerle ver a su presidente, el que lo nombró, lo equivocado que estaba y lo frívolo que era. La venganza, una vez más, se ha cobrado en frío.

Es una pena estropearse la trayectoria con la frase “yo era de la ceja alta, y se pasó a la ceja baja”, cuando uno ha sido capaz de escribir algo tan bello como esto:

Mi mano está sobre el desnudo papel de la mesa
y yo a kilómetros de distancia
en tu túnica de tela real finísima,
transparentes ambos cuando al estar mojados
de tinta o mar se dejan ver preformes,
voluptuosos por la oblicuidad del oleaje.

¡Qué difícil es ser un ex!

 

 

Joaquín Vidal

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