jueves, abril 25, 2024
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La intransigencia como negocio

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Observo la rentabilidad de la intransigencia. En la política no hay espacio para el diálogo; menos para la conciliación. El diccionario de la Real Academia tiene dos acepciones esenciales para definir «diálogo»: «Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos» y «Discusión o trato en busca de avenencia». Es decir, requiere escuchar y además disposición a entender y a encontrar puntos de coincidencia.

El dialogo, que debe ser sosegado, no tiene espacio en la España actual. Casi nadie está dispuesto a escuchar y a rectificar si los argumentos son convincentes. Estamos instalados en el prejuicio de las propias convicciones, que además están sujetas con alfileres elementales. El universo de matices está descartado en una atmósfera de trazos gruesos, elementales y simplistas. No se trata de convencer sino de derrotar, porque no hay esfera para la concordia. Además, las conversaciones son precipitadas, interrumpidas y extemporáneas.

Sería agotador reconstruir el recorrido desde el inicio de está atmósfera instalada, que es irrespirable intelectualmente. Hace muchos años que la política se embruteció y descendió en cascada en la construcción de una sociedad intolerante.

Los medios de comunicación, sobre todo la televisión, son un semillero de banalidades, en donde los actores de supuestos debates son requeridos para convertirse en showman de papeles pre asignados que no responden siquiera, en la mayor parte de los casos, a convicciones propias. El utilitarismo como ideología y metodología. Los periodistas, los famosos y los contertulios escrutan el papel que les conviene para garantizar sus reapariciones. El mercado ha sustituido a las convencimientos. Se dice y se modulan las posiciones en función de la audiencia y de la garantía de no ser excluido del escenario.

En los pocos debates actuales, por llamarlos de alguna manera, el esquema fijo es de polarizar la bronca entres disparates enfrentados que promuevan una trifulca que hipnotice al espectador.

Si convenimos que la influencia de los medios audiovisuales es definitiva en los comportamientos sociales, el resultado es una sociedad progresivamente embrutecida incapacitada para el diálogo.

Nos hemos acostumbrado a escuchar lo que reafirma nuestras creencias o prejuicios y a repudiar cualquier argumento que facilite la crítica y la duda como sistema de enriquecimiento intelectual.

Triunfan los demagogos, los descalificadores y quienes actúan con una elemental falta de respeto.

No es fácil constituirse en periodista sosegado, prudente y compaginador de la defensa de convicciones propias con el respeto a las ajenas.

No soy optimista, porque además, los editores o propietarios de los medios han abdicado de la responsabilidad pedagógica que se les debiera exigir como contrapartida a la irrupción en nuestros hogares.

Carlos Carnicero

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