Feliz cuando tras mis trabajos como guardaespaldas de la impar Lucy Liu y de la no menos impar futbolista Abby Wambach, recibí la llamada de una dama bellísima y excelente, Marta Etura, a fin de que le sirviera yo de lo mismo.
Con un maletín de mano y poco más tomé vuelo a Madrid.
Discretamente, con gafas oscuras ella y recogido su cabello, Marta Etura me condujo al zoológico de la Reserva Espiritual de Occidente, para que me informase.
«Hay tanta gente alrededor de la jaula de los monos que parece que dan conferencias», dijo Ramón en una de sus greguerías, y así fue: En la jaula de sesiones de la Defensa de la Nación Española en el Cine y en la Danza, dos monas severísimas y ecolálicas, una de ellas en rima de grima, la otra en hórrida charlotada chalada, se producían en un discurso contra las anunciadas pretensiones de mi protegida, las cuales pasaban por estrenar un espectáculo de danza que aunara lo más proteico de la expresión contemporánea con el dramatismo propio del Butoh.
La mona Gloria Fuertes, una especie de marxista-leninista del Niño Jesús, según la feliz definición de Buñuel –genérica, no para Gloria Fuertes, a la que Don Luis no conocía de nada–, y la mona Lina Morgan, una suerte de dama de la Sección Femenina del Movimiento franquista, hicieron frente común en una alianza patriótica contra la extranjerización imperante, que semejaba aquella de una cierta izquierda española con el falangismo para rechazar el cine americano en general y a John Wayne en particular (con la sobrina nieta de Cansinos Assens, Rita Hayworth, seguía la división de opiniones).
Ambas monas ligeramente antropomórficas, la Fuertes y la Morgan, atacaban venenosas y venablosas las anunciadas pretensiones escénicas de Marta, que eran extranjerizantes en grado superlativo, según el decir de las monas, y clamaban por el regreso a los escenarios de la homínida matrona Nati Mistral con su contoneo patriótico de mantones de Manila.
Linda, no obstante su angustiado visaje, me preguntaba Marta Etura, con aposiopesis incluso gestual:
–¿Lo… ve? ¿Las… oye? ¿Qué… puedo… hacer?
–Bueno, parece claro que el ministerio del Interior, en manos ahora de un macaco opustarra, no va a ofrecer protección a su espectáculo de danza –dije–. Pero, descuide, Miss Etura –de trabajar en Hollywood cuidando a las bellas por su retaguardia, se me habían pegado los tratamientos–; para mí que va a situarse usted a la altura, o más, de divas ya clásicas, aun en vida, cual lo son Minako Seki y la francesa Sylvie Guillem.
Me miró sorprendida. No esperaba ese decir de un ex del pugilismo, ahora escudero de damas.
Más se sorprendió cuando extraje de mi carpeta de mano el volumen Dance As a Theatre Art: Source Readings in Dance History from 1581 to the Present, de Selma Jeanne Cohen (1992). Se lo regalé como si nada.
No puedo evitarlo, siempre soy obsecuente con las bellas elegantísimas.
–Qué sorpresa –dijo tomando con gran delicadeza el volumen que le ofrecía, sonriendo por vez primera.
Vigilante yo en los ensayos, no hubo problemas.
La noche anterior al estreno, con dos púgiles sonados de Madrid que se desempeñaban en lo que podían, y a los que pagué bien, entré clandestinamente en el zoo de la Reserva Espiritual de Occidente.
Los dos púgiles sonados y –por mí– sobornados, se quitaron las gabardinas para quedar en taparrabos, como Tarzán.
Aún mantenían una buena forma física.
Inevitable. Las dos monas horrísonas se prendaron de ellos. Siempre supimos que Cheeta es paradigma de casquivanismo. Buena cosa, acaso, la monería, para desbravarse y hasta pasar a ser sans-culottes, o sans-dessous, o mejor aún sens dessus dessous, por mejor decirlo siquiera sea en macarrónico.
Hasta las monicacas bigotudas y con mutandas de fierro han de gozar de una oportunidad.
José Luis Moreno-Ruiz