viernes, marzo 29, 2024
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Fin de verano en Cascais

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Me gusta ir a Cascais todos los años, cuando el largo verano portugués va dando sus últimas cabezadas, las tardes se hacen un poco más cortas y los turistas españoles han desaparecido casi por completo. Cierto es que alguno queda, pero no suele ser nada grave. Se trata de alguna de esas familias de toda la vida, que de tanto venir a Portugal, ya no gritan a los niños como si fueran sordos, ni llaman al camarero chasqueando los dedos, ni tampoco tiran las servilletas de papel al suelo.

A finales de septiembre es cuando Cascais recupera por fin su ritmo antiguo y reposado, más propio de cuando el Presidente Carmona vivía todo el año en el palacete de la ciudadela, que de los días absurdamente estresados que hoy padecemos, con los agobios monetarios de la Troika, las angustias de la crisis económica y el desatino político de no saber hacia dónde se dirige nuestra lusitana patria.

Pido un buen bacalao, a ser posible, a la manera de Gomes de Sá, preparado al horno con mucha cebolla

Me gusta, sí, pasar un rato largo leyendo en la terraza del Hotel Baía, mientras disfruto sin prisas de ese excelente portónico que, desde que tengo memoria, prepara João con total maestría, mezclando con exactitud matemática el hielo, el porto seco y la más amarga de las tónicas, junto con apenas unas gotas de angostura y una ramita de hierbabuena. Me gusta levantar a ratos la mirada para ver, tras la doble fila de palmeras, las barcas ancladas a pocos metros de la playa. Me gusta también ver pasar despacio alguno de los magníficos automóviles antiguos que con toda parsimonia circulan por Cascais.

Luego, con el primer fresco de la noche me doy una vuelta por las callejuelas de la ciudadela antigua. Se agradece ya la previsora chaqueta. A veces, antes de regresar a Lisboa, me quedo a cenar en cualquiera de los buenos restaurantes, nada pretenciosos, que abundan en el centro. Suelo pedir una dorada, de esas que acaban de pescar aquí mismo. Si la pesca del día todavía no ha llegado, cosa que siempre nos confesará honestamente el camarero, prefiero no aventurarme. Pido entonces un buen bacalao, a ser posible, a la manera de Gomes de Sá, preparado al horno con mucha cebolla, rodajas de patata y mucho ajo nadando en el mejor de los aceites de oliva.

Una vez satisfecho el apetito, regreso a la estación dando un paseo. El tren me lleva hasta Lisboa en poco más de media hora. Las vías bordean todo el rato el estuario del Tajo. Nada más pasar Estoril comienzan a verse las luces de la otra orilla del río. Luego aparece, con sus aires eternamente cariocas, el Cristo Rey iluminado. Después, se pasa bajo el puente, orgullo de la ingeniería salazarista. Unos instantes más tarde está ya uno en Lisboa.

Redacción

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