sábado, abril 20, 2024
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El país del dinero B

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Las encuestas más recientes señalan que la corrupción es, tras el paro, el segundo problema de los españoles, de ahí que sea normal que el asunto acapare la atención de los medios de comunicación; máxime si la corrupción implica al presidente del Gobierno, a los dos grandes partidos -PP y PSOE- y al primero de Cataluña (CiU). El notario Alfonso García evoca en Mundiario la impresión de que la corrupción invade entretelas, costuras, dobladillos y bocamangas del barroco ropaje del Estado. Y si en cualquier circunstancia se trata de una práctica execrable, hoy, cuando tanta gente sufre la carencia de lo más necesario para subsistir, adquiere la condición de insoportable y obscena, y conduce a la pérdida del respeto, a la pérdida de la auctoritas. ¿Es discutible que toda la economía sumergida se pueda considerar corrupción? Sí. Pero una cosa y la otra tienen mucho en común. Por buscar una definición académica -tal vez más precisa que la que podría hacerse desde la calle-, tendríamos que en las organizaciones, especialmente en las públicas, la corrupción consiste en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores. Pero, por desgracia, eso no solo sucede en las organizaciones públicas. La economía privada también sabe lo que es la corrupción.

La economía privada también sabe lo que es la corrupción

España tiene un grave problema, arriba y abajo. De hecho, es uno de los países de Europa con mayor volumen de economía sumergida, es decir, la actividad económica practicada al margen de los cauces legales, sin figurar en los registros fiscales ni estadísticos. Según el miembro del Consello de Contas de Galicia Xesús Palmou, alcanzaría el 21% del PIB, porcentaje que el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda eleva incluso el 23%. En el mejor de los casos, supone un montante de más de 210.000 millones de euros. Esta cantidad se movería, por lo tanto, al margen de la fiscalidad y, según el mencionado sindicato, tendría una repercusión anual en el bolsillo de cada español que paga impuestos de unos 1.900 euros.

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José Luis Gómez

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