viernes, abril 19, 2024
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Landa, el alquimista

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Si se teclea en la memoria colectiva la palabra «landismo» y se traslada la correspondiente orden al buscador, puede salir cualquiera de los grandísimos actores a los que la menesterosidad de aquel régimen, de aquel cine, de aquel país, redujo a la condición de tío en calzoncillos condenado a perseguir sin esperanza a las suecas: Pepe Sacristán, José Sazatornil «Saza», Andrés Pajares, Manolo Gómez Bur, José Luis López Vázquez… Pero sólo uno, acaso porque por ser tan bajito parecía que las perseguía más, o mejor, alcanzó a etiquetar con su apellido aquel género para que yaciera con él en el olvido.

Nos hizo llorar, nos hizo reír, volverá a hacerlo tantas otras veces, y por eso le amamos

Porque lo que perseguían en realidad aquellos actores fabulosos no era a las suecas, sino un papel, siquiera uno sólo que les enorgulleciera de ser útiles y benéficos a la sociedad con su oficio. Casi todos acabaron encontrándolo, y Alfredo Landa, cuyo estigma de salacidad calzoncillera amenazaba con no desprendérsele nunca, halló tres o cuatro y los convirtió, cada uno de ellos, en oro puro. Y en arquetipos. Pese a la brutalidad del relato de la España rural de amos y esclavos que Miguel Delibes pintó en «Los santos inocentes», nunca la indignación ante esa realidad habría sido tan radical, tan furiosa, tan justa, tan emotiva, tan universal, si el papel de Paco «el bajo» lo hubiera interpretado otro actor. De un plumazo, Alfredo Landa enterró el landismo, y liberado de aquel muerto fue, como actor, ya sólo vida.

Tanta vida interpretativa llevaba dentro, que no sólo fue capaz de convertir personajes en arquetipos, lo exigiera o no el guión, sino también de humanizar absolutamente las criaturas arquetípicas y las demasiado literarias: Fendetestas. El bandido más tierno y bondadoso de la fraga de Cecebre. Ningún otro actor, igualmente, habría logrado infundir en el espectador de la encantadora película de Cuerda tanto afecto por aquél labrador de poco aire convertido en salteador de menos aire todavía. Como un pequeño dios, que es lo que era en su oficio, que es lo que somos todos sobre la tierra, infundió vida a una buena porción de personajes que sobre el papel parecían muertos. Nos hizo llorar, nos hizo reír, volverá a hacerlo tantas otras veces, y por eso le amamos.

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Rafael Torres

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