viernes, abril 19, 2024
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¿Quién se acuerda de la carne?

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Hablemos de carne. El mundo y el pecado quedan para otro día o para otras columnas, aunque en los tiempos que corren se peca más en la mesa –ya sea de obra, palabra u omisión- que en la cama. Con la carne –la roja, la de res, que dicen en Sudamérica, la de vacuno mayor- pecamos con el olvido. No sé cuantos años han pasado desde lo de las vacas locas. No creo que haga falta contarlos, pero algunos deberían hacerlo y tratar de buscar en un rincón de la memoria el recuerdo de los asadores de entonces. No hablamos de la prehistoria; eso fue a la vuelta de un par de esquinas. Apenas doce años han sido suficientes para olvidarlo todo.

Por entonces no había tantos asadores como ahora, salvo en el País Vasco, donde presumían de carne que casi nunca tuvieron (siempre fueron más comedores que productores; importadores en cualquier caso desde el siglo XV como bien contaba Manuel Llano Gorostiza en su libro Clásicos de la Cocina vasca). Por entonces, los buenos asadores –los de Madrid, que eran los que podían vender a precios impensables en las parrillas vascas- servían carne procedente de vacas de entre ocho y diez años. En los casos excepcionales se llegaban a vacas sacrificadas con doce y hasta catorce años.

Algunas eran vacas de trabajo y unos pocos –poquísimos- eran bueyes, toros castrados para amansarles y uncirles al carro o al arado sin problemas, que podían llegar a los 20 años de vida y podían acercarse a los 2000 kilos de peso.

Concebida desde esta perspectiva, la carne iluminaba una liturgia a la que me acerqué por primera vez en el recién inaugurado Asador Frontón de Pedro Muguruza, obra de Miguel Ansorena. Allí, en una gigantesca cámara frigorífica, descansaban unas docenas de lomos, cuidadosamente colgados del techo. Lo primero que aprendí es que se necesitaba una cámara de aire, sin humedad, de forma que la carne pudiera madurar mientras pierde agua, sin pudrirse. Lo segundo que para conseguirlo debía mantenerse a temperaturas cercanas a los 0º centígrados. Lo tercero, que hacía falta dejar pasar el tiempo, bastante más de lo que imaginaba, para conseguir que la carne volviera a estar tierna –me refiero a la auténtica ternura, no a esa carne que se ha tirado al monte para incorporarse al maquis y encabezar la resistencia-, que perdiera agua (un 20 % del peso) en el trasunto, que equilibrara la ecuación que define el encuentro del músculo con la grasa infiltrada. Lo último, que para saber si la carne estaba a punto había que introducir el dedo pulgar con fuerza en el corte: si entraba con facilidad y el dedo no salía mojado, la carne estaba en condiciones.

Todo eso pasaba antes de las vacas locas. La epidemia cambió el paisaje. Todas las vacas de más de cuatro años pasaron por el matadero, abriendo una nueva época al comercio de carne roja. A estas alturas sólo un puñado de locos ofrecen carne de animales de más de cuatro años. El 90 por ciento de nuestro consumo se concreta en vacas danesas y alemanas de cuatro años, por lo general sacrificadas después de su primera gestación. Henos ganado en abundancia y seguramente en precio. A cambio hemos perdido en calidad y en sabor. La ternura continúa en tablas: un puñado de asadores –muy pocos-, continúan curando las carnes como siempre se hizo, pero la mayoría la vende con los 15 días que ofrecen los grandes mayoristas: más tiesas que la mojama.

Desde lo de las vacas locas han surgido en este país nuestro unas cuantas denominaciones de origen dedicadas a la carne de vacuno. Algunas consagran la existencia del buey como un animal de 4 años que no ha trabajado en su vida. Puede ser un buey si lo castraron de joven, pero la infiltración de la grasa y el desarrollo muscular se consiguen con la edad… y el esfuerzo. Son terneras travestidas.

El gran pecado de la carne en España está en el olvido. Bueno, en la combinación entre la desmemoria de los especialistas y su transformación en portavoces mejor o peor remunerados de las denominaciones de origen, las administraciones locales o los gobiernos autonómicos. Un par de invitaciones a comer –en algunos casos adobada con una pequeña transferencia- y han olvidado todo lo que vivieron en primera persona.

Algunos consideran ya que a la cabe no necesita más de 15 o 20 días de curación para llegar al mercado. ¿Con qué sujetarán las dentaduras postizas? Incluso consideran atroz cualquier otra práctica. Que Emilio Botín les conserve la cuenta corriente, porque hace tiempo que perdieron el sentido del gusto.

Todavía hay esperanza para la carne en España. Lo demuestran cada día los dos grandes maestros del sector: Vitor Arguinzóniz, en el Etxebarri de Axpe, y José Gordon, en El Capricho de Jiménez de Jamuz. Y lo avalan con su trabajo otros profesionales de la talla de Miguel Ansorena (Asador Ansorena, Madrid), Iñaki Ongay (El Álamo de Iñaki Ongay, Torrelodones), Matías Gorrochategui (Casa Julián, Tolosa).

Hay otros con ganas de hacer cosas, pero todavía deben superar muchos prejuicios y, sobre todo, tomar mucho hierro. Dicen que es bueno para la memoria.

«El fogón de Ignacio Medina»

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