martes, abril 16, 2024
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Que inventen ellos

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Para Unamuno y el espíritu del noventa y ocho estaba claro: Que inventen ellos. Una filosofía que expresó, en más de una ocasión, en su obra literaria, en su pensamiento y con su verbo ágil y audaz. La ciencia quita sabiduría, insistía melancólicamente. Azorín veía el progreso como un mal: la metáfora de un viejo sentado en la casa viendo pasar el tiempo, del que nos habla en Castilla refleja la misma idea de quietud, y del afeamiento de la innovación y el cambio nos ha quedado, me temo, algo más que un rescoldo intelectual.

Si Unamuno nos veía africanos, más como a san Agustín que como europeos, la verdad es que la disposición del catolicismo frente a la cultura protestante, el espíritu calvinista, nos ha mantenido postrados en la oración y en el sentimiento doliente, sin que en cuestión de orden religioso eso fuera estrictamente necesario, como ha demostrado sobradamente la implantación del capitalismo y sus valores morales.

Enriquecerse, es decir, prosperar, parecía cosa de judíos, y esa idea arraigada en la cultura nacional mantuvo el orden moral y social de varios siglos. Echamos a los judíos, perseguimos a los herejes protestantes, como contó extraordinariamente Delibes, y perseguimos, también, a los moriscos, cuyo mal era contribuir al desarrollo y cuya ausencia supuso un avance más en nuestra carrera contra el progreso.

Ni creamos, ni inventamos, ni producimos. Nos limitamos a copiar, y si me apuran, a mal copiar. Los chinos copian, copian excelentemente, y sus productos duran lo suficiente. En Zara, la moda dura al menos una semana, porque sus costuras no son indefinidas y sus patrones nos vienen de, como se decía antes, el extranjero. Es el mejor reflejo – y un gran negocio- de nuestra identidad creativa: Bonito, barato, breve.

A Martínez Soria, el de los sábados por la tarde, no le gustaba la ciudad. La cultura franquista ideó un mundo rural, de labriegos y hombres curtidos afrontando los desafíos de la naturaleza, cultivando la raza tanto como el pan. Los vascos abertzales creen que han inventado el pensamiento antropológico popular y moderno, cuando los románticos ya habían exaltado la nación y sus virtudes naturales. El pueblo, decían. Ahora pasean la ikurriña junto a una oveja vestidos de pastores. San Sebastián, moderna y cosmopolita hace dos siglos, enfila el retroceso medieval de la mano de los sujetos que la gobiernan, no digo más.

Los tecnócratas del Opus, que desplazaron a los azules, cuando los demócratas se iban a Munich a hablar de Europa, desarrollaron el país y crearon una clase económica venida del agro para modernizar la España de charanga y pandereta: y empezó la cultura empresarial del pelotazo. Pelotazos urbanísticos de sol y playa y pelotazos suburbiales en los aledaños de los centros urbanos. Ese ha sido nuestro desarrollo. Bueno, y seguramente la SEAT, tan nacional como el Farias, otro producto de la Casa.

No investigamos, ni innovamos, ni desarrollamos patentes, ni abrimos espacios de formación para emprendedores porque el vértigo es ancestral, está impregnado en la sabia verde de nuestras venas dañadas por la inercia.

Ahora, cuando el mundo vive una transformación tecnológica sin precedentes por su velocidad y alcance, nosotros estamos rebuscando en el crédito a la vivienda las razones de nuestro fracaso nacional. De eso no tiene la culpa Zapatero, ni la tendrá Rajoy cuando llegue su Warteloo: está en las simas de nuestra ideología nacional y empresarial, algo que trasciende a las otras, las que al parecer ya sólo son ideologías menores.

Si España quiere salir del agujero, debe jubilar al anciano místico que adoraban Unamuno y Azorín, y al que también recitó Machado, uniéndose a la corte del desamparo cultural en que debieron dejar a los menesterosos industriales de la época, los creadores y los promotores de ideas nuevas y modernas que suelen llevar aparejadas empresas audaces y competitivas.

Nos sentimos, ahora como entonces, más cerca de la Mesta, y muchos de nuestros empresarios son como los tratantes de ganado de Talavera, que arreglan sus asuntos entre fajos de billetes y apretones de manos.

Nos falta educación, pero no reglas de cortesía, sino formación capaz de hacernos adquirir habilidades y recursos para enfrentarnos a los Bill Gates y crear Steve Jobs por aquí y por allí.

Las aulas reproducen el modelo industrial que ya ha caducado con la revolución tecnológica. Nos ganan los niños cuya forma de pensar es abierta, investigadora, que busca con el movimiento ágil de sus dedos interpretar el uso básico de las tecnologías. Pero no les enseñamos que en ellas reside el principio esencial del avance hacia el futuro. Entran en clase y les apagamos la conexión con el mundo en el que viven y los ponemos a acumular horas mirando hacia atrás, en el tiempo. Y ni siquiera hacia los grandes de nuestra cultura del noventa y ocho.

Cuando Europa despida al siglo XXI, seremos los mejores haciendo cuentas. No perdamos la esperanza. Nunca mejor dicho. Esa es la cultura que nos ahoga.

 

Rafael García Rico

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