jueves, abril 25, 2024
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El universo

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Mientras los políticos que se van actúan como si no fueran a irse, y los que vienen como si no fueran a venir, a lo mejor resulta saludable salir de nuestro estrecho mundo y darse un paseo por el universo. Al menos, durante el compás de espera, puede servirnos de distracción. Y a eso voy, a distraerme un rato con ustedes.

Siempre me ha llamado la atención la enormitud del universo. Planetas y planetas, estrellas y estrellas, galaxias y galaxias, a miles de millones de años luz. ¿Para qué? Si se parte tan sólo de la materia, que los expertos respondan a esta pregunta del modo que consideren oportuno. Si se parte del hecho de la creación -que es de donde yo parto, en conformidad con otras muchísimas personas de todos los credos, en uso de nuestra libertad-, se me ha dicho que Dios construyó tal inmensidad como manifestación de su omnipotencia. No digo que no, pero no lo veo.

Durante muchísimo siglos, la humanidad no ha conocido nada más allá del sistema solar. Ni siquiera ha supuesto la existencia de un universo exterior más extenso. Luego, desde hace muy poco tiempo, vamos poco a poco enterándonos de que esa visión limitada procedía tan sólo de la pobreza de los medios técnicos; y, a medida que la ciencia lo ha ido haciendo posible, hemos ido ampliando y ampliando no el universo sino nuestro conocimiento del mismo. Y lo que nos queda.

¿Y Dios se tomó el trabajo -es un decir- de construir tan inabarcable amplitud para que admiremos su omnipotencia -y eso poquito a poquito- nada más que los hombres de hoy, pero no los de ayer? Me resisto a la idea. Busco otra explicación.

Por otro lado, saliéndome del campo de la astronomía para entrar en el de la filosofía, los teólogos y filósofos me dicen que el bien es difusivo de por sí; y me han asegurado que Dios creó al hombre en cuanto que su propia condición le exigía difundir el bien del que es la máxima expresión. Así, está el hombre llamado a participar de la felicidad divina, algo que procede de la infinita bondad del Sumo Bien.

Si les pregunto cómo, siendo así, hay hombres que nunca alcanzarán esa felicidad, me responden que si Dios no hubiese hecho al hombre libre para amarle o para rechazarle, realmente no podríamos amar el Bien; si estuviésemos obligados a amarle, tal amor sería el de unos robots insensibles, no sería en realidad amor, y el Bien no se difundiría. La difusión del bien exige la libertad de rechazarlo.

Y, si me pongo a unir los dos grupos de datos, el de la inmensidad del universo y el de la difusión del Bien que es propia de la naturaleza divina, entonces me pregunto: ¿para qué limitar, ni al planeta Tierra ni a la pequeñez de éste en el inmenso espacio y en el inmenso tiempo, una vida humana capaz de felicidad? ¿no es eso algo impropio del Bien infinito? La Tierra empezó y acabará, por muy antigua que sea y por mucho que dure. Sus habitantes somos, en consecuencia, un número concreto, un número todo lo grande que se quiera, pero una cifra en fin de cuentas. ¿No parece lógico que la serie de planetas habitados haya sido, sea y vaya a ser enorme? Las cifras resultan siempre limitadas, pero la suma de millones de sumandos puede continuar para siempre; las Tierras dispersas por el universo, unas previas a la nuestra, otras nuestras contemporáneas, otras que nos sucederán, ¿por qué van a acabarse? ¿Por qué se va a cansar Dios de crear seres capaces de amarle y ser en consecuencia eternamente felices?

Nada sé de la otra vida, de cómo puede Dios ofrecer su amor a los que han pasado por ésta sin conocerle o sin reconocerle. No me pongo a imaginar nada en ese terreno; me atengo al dicho paulino: “Ni ojo vio, ni oído oyó, lo que Dios reserva a los que le aman”. Por mi parte, no me siento capaz de comprender la grandeza y la misericordia divinas. Sé que le podemos rechazar, pese a cuanto Él haga por evitarlo; sé que somos libres. Ese no es mi tema.

Pero sí que pienso que el Bien divino no se recorta, y tengo para mí que hubo, hay y habrá por todo el universo muchos otros mundos habitados, unos seres detrás de otros llamados al encuentro con Dios. Y me gusta suponer que es así.

Como entretenimiento, y como esperanza, y como sueño, y como deseo, así lo cuento.

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Alberto de la Hera

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