viernes, abril 19, 2024
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El cambio partidista de Obama

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Constituye una ironía, pero no una coincidencia, que la era post-partidista de Barack Obama haya visto el ascenso de los movimientos de protesta fiscal tea party y Occupy Wall Street.

Desde luego,  el tirón de la polarización era fuerte antes de que Obama llegara a Washington. Durante las últimas décadas, delegaciones legislativas Demócratas y Republicanas se han revuelto hasta la homogeneidad ideológica. Los legisladores no parecen poblar partidos distintos sino planetas diferentes. La cifra de estadounidenses que se declaran moderados ha descendido de forma marcada, al tiempo que la cifra de personas que se identifican conservadores o de izquierdas se ha elevado. Ambas partes ven consolidadas sus ideas a través de medios partidistas, para los que la ideología se ha convertido en una herramienta de marketing. Cada desprecio ideológico, cada comparación con los Nazis, cada salida de tono de un pastor o de un sindicalista, se eleva a la polémica nacional. Los informativos del cable y la red se han convertido en un buffet sin fin que alimenta el escándalo de un país.  

Pero lejos de atajar o de invertir esta tendencia, Obama la ha agravado activamente, despejando el terreno a las elecciones más polarizadas de la historia reciente.

Su fracaso no ha sido en general cuestión de tónica sino de legislación. La retórica post-partidista temprana del presidente nunca estuvo a la altura de las ideas innovadoras que superaban fronteras ideológicas y alumbraban coaliciones nuevas. Bill Clinton tuvo la reforma social. George W. Bush la reforma de la educación No Child Left Behind. Obama, en contraste, siguió un progresismo anodino y audaz en la misma medida, un estímulo Keynesiano, una reforma sanitaria totalmente nueva, los déficits más elevados de la historia norteamericana.

Los legisladores Republicanos fueron obstruccionistas, pero a menudo porque el juego del poder ideológico agresivo de Obama hizo equivalente el obstruccionismo con el Republicanismo. Los legisladores Republicanos no podían aceptar una ampliación ambiciosa del tamaño y las competencias del estado sin rendir su identidad. Algunos en el seno del Partido Republicano han disfrutado demasiado de su papel de oposición. Pero recibieron contados incentivos para bajarle el tono.

La respuesta de la opinión pública discurrió en líneas paralelas, una revuelta del movimiento fiscal tea party y una victoria Republicana importante en las legislativas. Las acusaciones izquierdistas de que esta reacción era artificial, irracional o que se apoyaba en la raza sólo alimentaron la polarización. En tónica característica, muchos conservadores ofendidos también han participado de la extralimitación ideológica, instando al estado a realizar recortes hasta alcanzar el tamaño de una república agraria del siglo XVIII.

Sintiéndose provocado, Obama ha abandonado ya la pretensión de post-partidismo. Se presenta a la reelección a cuenta de una plataforma de financiación de lo social sin reformas con impuestos más elevados a las rentas altas. Es difícil de imaginar un mensaje Demócrata más característico, polarizador y desgastado. Constituye una rendición a la división nacional predecible.

Hay quien destaca las facetas positivas de la polarización, que alienta la convicción, la participación y las decisiones políticas convencidas. La defensa del partidismo es extrañamente bipartidista. Se puede escuchar entre los activistas de las concentraciones del movimiento fiscal tea party y en el Zuccotti Park de Nueva York.

Pero la polarización complica la tarea de la administración pública. Una mayoría muy partidista, como demostró Obama durante sus dos primeros años, sabe hacer las cosas. No sabe hacer únicamente las más importantes. Para que América siga siendo una potencia económica competitiva, presidente y legislatura han de emprender una serie de reformas complejas y polémicas del régimen fiscal y del sistema social. Esto será difícil de por sí sin cultivar la rigidez ideológica y el desprecio mutuo.  

El populismo partidista tiene sus virtudes y utilidades. Pero no hace ningún bien pedir que una representación del movimiento fiscal tea party y una delegación de Occupy Wall Street se reúnan a puerta cerrada y que alcancen una batería de medidas de reforma de lo social. Los mazos de la vista se utilizarían para fines diferentes.  Nuestra necesidad acuciante no es de políticos que plasmen pasiones partidistas sino de funcionarios dispuestos a exponerse a las iras partidistas en aras del bien de la nación.

Este mensaje se dirige idóneamente a las dos formaciones. Pero el apoyo de Obama al progresismo sin paliativos perjudica más en última instancia a su propia formación. Por un amplio abanico de motivos históricos, el Partido Demócrata es más surtido ideológicamente que el Partido Republicano. Alrededor del 40 por ciento de los Demócratas se declaran de izquierdas, más del 70 por ciento de los Republicanos se declaran conservadores. De forma que cuando Obama canaliza la actuación de Johnson, o cuando los manifestantes de Occupy Wall Street son interpretados como iconos Demócratas, los peligros de escisión en el seno de su coalición política son importantes. Los candidatos Demócratas de lugares como Missouri, Nebraska, Louisiana o Montana se ven obligados a distanciarse de la ideología Demócrata nacional en torno a la subidas tributarias o la ampliación de las competencias del estado. Cuando Obama moviliza al electorado de izquierdas para llevar a la práctica sus intereses políticos, traiciona a un buen número de Demócratas de la lista electoral.

También traiciona al candidato atractivo y unificador que se postuló en 2008. Se nos está pidiendo que volvamos a elegir a una figura política que ha dejado de existir.

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Michael Gerson

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