jueves, abril 25, 2024
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La enseñanza universitaria

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Si traté de explicar hace una semana la degradación de las enseñanzas primaria y media, no es menos grave la de la enseñanza universitaria.

La universidad es una sede de élite; los mejores maestros de cada país se concentran en ella para transmitir su saber a sus discípulos; es en ella donde se han de formar los futuros profesionales que habrán de sustentar con sus conocimientos la vida cultural, técnica, económica, científica… de su país.

A mi modo de ver, la pérdida de nivel de nuestras universidades dio su primer paso adelante con la creación de los departamentos. Si se hubiesen concebido éstos como unidades de investigación, dirigidas por el catedrático -la superior autoridad en el orden científico-, en orden a la progresiva formación del profesorado de rango subsiguiente, y a la realización de una común tarea educativa y de estudio, habrían sido un acierto  beneficioso. Pero se constituyeron como una unidad política, un órgano democrático de gobierno: un catedrático, algunos adjuntos (que para no cargar con ese calificativo “humillante” se denominaron con el nombre “equívoco” de titulares), varios profesores encargados, contratados, ayudantes, becarios (un sin fin de confusos epítetos), más los representantes de los alumnos y del personal auxiliar. Y hale, a tomar decisiones democráticamente adoptadas. Como si en torno a la mesa de operaciones hubiesen de discutir y votar el cirujano, sus auxiliares, los anestesistas, las enfermeras y el enfermo, por donde resultaría más conveniente introducir el bisturí. La ciencia y la enseñanza no se pueden decidir por votación, y los departamentos constituyeron la primera calamidad aterrizada en nuestra vida universitaria.

Luego vino el crear una universidad en cada esquina. Nada hay, todo lo contrario, contra la existencia de tantas universidades cuantas podamos dotar de profesorado competente y medios adecuados. Pero no se comenzó por reunir el profesorado y los medios; primero la universidad, sin edificios, sin bibliotecas, sin laboratorios, sin profesores, sólo una orden en el Boletín Oficial del Estado. Y aquellas universidades improvisadas han ido arrastrando luego sus vicios de origen, y sólo con mucho tiempo, mucho esfuerzo, y a muy duras penas, han logrado irse superando, lastradas ya por la consolidación en tantos casos de un inicial profesorado incompetente al que el afán de fijar puestos de trabajo atornilló para siempre en tareas para las que era evidente que les faltaba preparación. Y aquellos barros trajeron estos lodos.

En efecto. Como era evidente que con el sistema de oposiciones hasta entonces establecido -que por cierto no provenía del franquismo sino de la república- no resultaría posible que un profesorado nuevo y sin méritos accediese a las plazas docentes, el tercer paso fue suprimir las oposiciones. Lo cual se hizo gradualmente. Primero se redujo el número de ejercicios; luego quedó en manos del opositor el poder elegir -sin intervención del tribunal- los temas a exponer; luego se llegó a designar el tribunal mismo a la medida del departamento interesado; luego se pasó a suprimir toda valoración de fondo de los trabajos aportados por los candidatos, para valorarlos tan sólo formalmente: dónde se han publicado, no valen si se trata de manuales, tampoco si son ponencias de un congreso, pero sí si han salido a la luz en el extranjero… Todo lo que sea para no tener que entrar en el análisis de la aportación y en su valoración científica, que es trabajoso, quedándonos con la mera catalogación externa. Los italianos, con notable agudeza, han descrito muy bien este nuevo sistema: “para sacar una cátedra, lo útil no es ser el sabio universal, sino el cuñado local”.   

Degradado el profesorado -no quiere decir que no tengamos profesores muy dignos, pero sumergidos en un piélago de departamentos politizados y colegas mediocres-, se había de proceder a la degradación del alumnado y de los planes de estudios.

Lo primero lo garantiza la enseñanza media de la que los alumnos proceden. Y, para degradar los planes de estudio, se procedió a seguir también un camino progresivo: a través de la vitoreada autonomía universitaria,  en cada Facultad de cada Universidad se estableció un Plan adecuado a los intereses locales; el catedrático influyente multiplicó la presencia de su asignatura, el departamento poderosos se hizo con el control de un grupo de enseñanzas, las materias no respaldadas desde el poder local se minimizaron…, y el alumno a estudiar según las decisiones caprichosas de lo que le toca en suerte, sabiendo por supuesto que si tiene que cambiar de universidad -por razones de traslado familiar, por ejemplo- la mitad de lo estudiado no se le tendrá en cuenta,  y habrá de cursar materias nuevas de cursos ya aparentemente superados.

Y luego vino el Plan Bolonia. Para qué hablar. Los alumnos no tienen la culpa, pero son los que padecen hoy en toda España un Plan que es un disparate, que Alemania ha rechazado, que las grandes universidades europeas se niegan a aceptar, y que ni siquiera se sigue en la propia Bolonia. Y no es que inicialmente la idea que lo inspira fuese errónea; es que también aquí hemos abandonado el fondo y formalizado al extremo un sistema que otro día habré de explicar, que tiene hartos a los profesores y desconcertados a los alumnos. Y que va a sumergir a éstos en niveles de ignorancia que ya nos pasarán factura. Y eso es lo que hay.

Hoy por hoy, he ahí en lo que se ha convertido la universidad entre nosotros.

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Alberto de la Hera

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