miércoles, abril 24, 2024
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Sexo dominical

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El domingo era su día. No sé por qué. Pero algo pasaba el domingo que trastornaba a mi areja. Algún mecanismo interno se ponía en marcha el domingo por la mañana y su cuerpo se inundaba de sexualidad y erotismo. Cada domingo, se levantaba sobre las nueve. Desayunaba y me traía un zumo de naranja a la cama con una pajita para que pudiera bebérmelo sin necesidad de incorporarme y siguiera durmiendo. Después, se metía en el cuarto de baño. Se duchaba lentamente, se untaba de aceite corporal, se perfumaba y, desnuda, venía a la cama. Yo ya estaba despierto pero me hacía el dormido. Era un juego maravilloso. Como dormíamos desnudos, a ella le bastaba con retirar la ropa que me cubría. Yo siempre estaba bocabajo. A ella le gustaba que yo estuviese así. Como abandonado. A ella le gustaba sentirse dueña de mi cuerpo y que yo fuese un hombre objeto. El hombre más pasivo del mundo.

Lo primero que hacía era acariciarme la cabeza. Muy despacio. Como rascándome suavemente y a mí me daba escalofríos. Después, la nuca. En la nuca me pellizcaba levemente, me mordisqueaba y me lamía. Y a mí parecía que me daban corrientes eléctricas. Pero tenía que seguir dormido. Era imposible para mí, pero ella así lo quería. Más tarde, recorría toda mi espalda con sus manos, con su sexo y con su lengua. Hasta donde terminaba. Hasta donde empezaban mis nalgas. Primero, con las manos. Lentamente. Después, con su sexo resbaloso. Arriba y abajo. En este lado y en el otro. Como si fuese una babosa que me recorría la espalda dejándomela llena de su baba. Y por último con la lengua. Aquí. Y allí. Y en este otro sitio. Y en aquel. Le gustaba buscar con la lengua los restos de sus propios fluidos. El placer era infinito que me producía una erección brutal. Pero tenía que seguir haciéndome el dormido. Como si fuese sólo un objeto sexual. Un muñeco de carne y hueso para su uso y disfrute. Cuando se cansaba, metía su mano entre mis piernas y me acariciaba los testículos. Despacio. Como si conociese cada pliegue de ellos. Hasta llegar al pene. Pero ella quería que yo siguiese bocabajo.

Después, cosa que no ha hecho ninguna otra mujer, me separaba las piernas y las nalgas y me soplaba en el ano. Sólo aire. Le gustaba el olor a sudor que exhalaba. Soplaba hasta que se secaba el sudor de toda esa parte que va de la rabadilla a los testículos. Las primeras veces que lo hizo yo quería ducharme antes de empezar pero ella se negaba. Le gustaba ese olor de macho, decía, que tienen los hombres entre las piernas. A continuación, buscaba con su lengua mi perineo. Yo, para favorecerle la operación, levantaba mi trasero. Ella, poco a poco y bocarriba, iba introduciendo su cabeza entre las piernas mientras me iba lamiendo los testículos y la base de la verga hasta llegar a introducírsela toda en la boca. Yo, lógicamente, ya estaba a cuatro patas y ya no necesitaba que me hiciese el dormido.

Le gustaba tanto aquella situación que la mayoría de las veces ni siquiera me permitía penetrarla. Aquello la satisfacía. Le gustaba seguir en aquella posición y con la felación hasta mi orgasmo, mientras que ella tocaba su clítoris con una mano hasta llegar al orgasmo también. Otras veces, yo me volvía loco y me lanzaba sobre ella para penetrarla como un poseso.

Eran las menos, porque eso no le gustaba. Cuando la penetraba decía que me convertía en un ser primitivo y ella prefería un sexo más refinado. Terminé acostumbrándome. Era tan bueno lo que me hacía que merecía la pena reprimirme. Al menos, cada mañana de domingo.

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