miércoles, abril 24, 2024
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La fe y la incredulidad (II)

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No pensaba volver sobre este tema, que ya toqué en mi colaboración con Estrella Digital de la pasada semana. Pero la misma atrajo la atención de dos personas que tuvieron la amabilidad de enviarme sus comentarios; y uno de éstos me ha parecido tan interesante como para animarme a volver sobre la cuestión. A ello voy.

Mi comentarista me indica que, según él entiende de cuanto escribí, “la existencia de Dios hay que aceptarla porque sí, porque a usted le parece bien”. Y añade: “Yo no tengo las respuestas a todo, pero lo que no hago es creer a ciegas y sin ninguna prueba lo que me dice un señor vestido de blanco y oro porque me da miedo lo desconocido”.

Con todo respeto, voy a tratar de aclarar lo que sin duda debí redactar de modo confuso, puesto que en ningún momento pretendí ni apoyar la fe en un porque sí, ni hacer que nadie crea a ciegas y sin pruebas, simplemente porque lo dice el Papa. No insistiría en el tema de modo público, y trataría de localizar a mi interlocutor para una respuesta privada. Pero me parece que se trata de un problema general que puede interesar a muchos.

El tema de mi artículo era éste: existen dos concepciones capitales de la vida humana. Una es la que entiende que esa vida transciende más allá del tiempo concreto de nuestros  años en la tierra, y otra para la que la muerte es el cierre definitivo, sin una posterior vida sobrenatural. Una visión lógicamente ha de apoyarse en la fe en la existencia de Dios, la otra ha de negarla.

Y añadía: estas dos convicciones, a las que sin ofensa para nadie puedo llamar espiritualista y materialista, son las que hoy monopolizan de hecho el ámbito del pensamiento humano en este campo. Prácticamente, la segunda no existió en ningún lugar de nuestro planeta hasta el siglo XIX; hasta el XVIII, las diferentes religiones competían entre sí en la defensa del contenido de la fe, no en cambio en la defensa del hecho mismo de creer. Hoy la situación ha cambiado: la multiplicación del espacio ocupado por el ateismo ha unido a todos, o a la mayor parte de los credos, en la defensa de aquello que les es común, la existencia de Dios y la transcendencia de la vida humana, frente a las doctrinas que niegan ambas formas de entender al hombre.

Esto es todo: dos concepciones que nos aúnan en dos círculos del pensamiento incompatibles entre sí. En uno nos agrupamos los creyentes, en otro los no creyentes; y la forma de entender y organizar nuestra vida ha de ser muy distinta en el uno y en el otro. Y adviértase que no estoy hablando de buenos y malos. Si me sumerjo en este aspecto del tema, claro que sé que ambos tipos se dan en los dos campos. E incluso diré que admiro mucho más a un ateo que actúa como una persona de bien que a un creyente que no lo hace. Hablo, hablé hace una semana, de cómo las Confesiones, en la hora presente, y por encima de las diferencias dogmáticas que sin duda las separan,  se unen hoy en la aceptación de una forma de entender al hombre que se ve contradicha por el parecer contrario. Y de cómo esa concepción transcendente de nuestra existencia es lo que el Papa iba fundamentalmente a exponer durante su visita a Madrid. Esto era todo.

Pero mi interlocutor introduce aquí dos puntos importantes: creer porque sí, y creer sin pruebas lo que dice el Pontífice Romano. Despejo el punto segundo: los católicos no creemos lo que nos dice el Papa; el Papa y nosotros creemos lo que nos dice Cristo. El Papa es el intérprete autorizado de la doctrina, pero su deber es mostrar ésta, no inventarla; y mostrarla tal como el estudio multisecular y constante de los teólogos nos la muestra, con la máxima fidelidad a lo que consideramos revelación divina. Otras confesiones cristianas descubren otros sentidos en la Palabra; otras no cristianas poseen un distinto concepto de la Divinidad. Lo que hoy les une a todos es la Fe en Dios, no porque lo diga ningún hombre, sino porque nos lo muestra el propio Dios.

Y aquí el punto capital: creer porque sí. Yo no puedo entrar aquí; sobre el hecho de que  creamos o no creamos ninguno de nosotros es juez, sólo Dios. Creo que existe, creo que es Padre, creo que nos acogerá según nuestras obras. No sé explicar por qué lo creo; no tengo razones, si bien sí que sé -por pura lógica- que Su existencia no contradice a la razón. No creo por miedo. Si no hay otra vida, tras la muerte no podré reflexionar sobre lo que hice o creí; si la hay, Dios me recibirá según mi vida haya estado consagrada al egoísmo en sus mil formas o al servicio a mis hermanos según mi ámbito de posibilidades. Por eso, cuando alguien me ha dicho que no cree, le he respondido: no tengas miedo, no es tan importante que tú creas en Dios como que Dios crea en ti. Pórtate de manera que Él pueda creer. La humanidad será así mucho mejor.

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Alberto de la Hera

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