viernes, abril 19, 2024
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Nerua. Un restaurante en la cocina

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Josean Martínez Alija ha dado el gran salto. Físicamente no ha sido más que un brinco, justo para caer dos o tres plantas -¿quién puede calcularlo en dimensiones de esta envergadura?- más abajo del antiguo comedor del Guggenheim, hoy felizmente reciclado en prolongación del bistrot. Más que una anécdota, el cambio de local y de nombre –del antiguo Guggebheim, que lo integraba en los servicios del museo, al actual Nerua, reconociendo definitivamente la independencia del negocio- se presenta como la parte visible de una gigantesca cabriola que con toda seguridad definirá el futuro de su cocina.

Empiezo a pensar en ello nada más escabullirme entre las gigantescas patas de La Araña –dos animales han marcado la vida de esta cocina; primero Puppy, el perro floral de Koons y ahora la araña de Louise Bourgeois- y cruzar la puerta de madera maciza abierta en la trasera del museo.

A Nerua se entra por la cocina. Traspasas la puerta y te encuentras de repente frente a una decena de cocineros trabajando, rodeados de un estrecho mostrador parcialmente cubierto de lámparas de infrarrojos destinadas a mantener los platos a la temperatura de servicio. Levantan la cabeza atendiendo al movimiento de la puerta, sonríen y saludan. Uno de ellos hace las veces de anfitrión. Luego llegará el equipo de sala a completar el recibimiento.

Todo es blanco. Salvo el mostrador de madera pulida y lustrada. Las paredes, el suelo, las puertas de los armarios térmicos que mantienen el vino, el pasillo, la entrada a los baños y el comedor: blanco impoluto, apenas roto por un ventanal que asoma al comensal a la ría del Nervión.

Todo pasa por la cocina. Nerua es un restaurante que cobra vida en una cocina. Me gusta el concepto, y de forma muy especial esas tres sillas alineadas a la izquierda del todo, frente a un pequeño tramo de mostrador que domina todo lo que se hace allí y convierte al cocinero en una suerte de sushiman multiusos. Los platos se acaban y se montan ante tus narices, escuchas los comentarios y las dudas del equipo, asistes a sus cavilaciones y contemplas desde primera fila todo el ir y venir de una cocina que tiene mucho que mostrar.

A la cabeza de todo está Josean Martínez Alija, uno de los cocineros más avanzados del país. Para mí, uno de esos pocos tipos vestidos de blanco capaces de pensar en la cocina hasta cuando no piensan. Todo lo que sale de sus manos es fruto de un proceso largo y laborioso. Nada es lo que parece. Ni siquiera esos chipirones con aire de estar apenas hechos, adornados con un poco de tinta de calamar. Son el resultado de un proceso de confitado en un caldo de verduras que previamente han sido tostadas para acentuar su sabor. Nada es simple ni sencillo en esta casa.

La de Josean nunca ha sido una cocina fácil. Tal vez porque ha crecido más en la concreción de sus obsesiones culinarias que en su relación con una clientela hasta ahora escasa (nada que ver el antiguo comedor, siempre a medio gas, con el lleno absoluto que registran las 35 plazas administradas en el nuevo espacio). La cocina es cuestión de detalles, a veces tan grandes como la distancia que media entre las antiguas instalaciones, en las que se compartían medios y profesionales con el bistrot y la cafetería del museo y este espacio abierto y libre.

La continuidad es evidente en platos que nacieron en el viejo local, como lo que llama “tomate en salsa” y presenta en forma de nueve pequeños tomates cherry,  de diferentes familias, formatos y colores, cuyo interior, completamente líquido, revienta inundando la boca con un aroma diferente por pieza. Un juego divertido y estimulante.

Pero esta cocina ha empezado a dar resultados que interpreto menos introspectivos, más abiertos, tal vez más fruto de esa relación con el cliente. Puedes ser imaginaciones mías, pero lo pienso al encontrarme con la “infusión de parmesano”. En el fondo del plato una crema, casi una cuajada, de queso parmesano, cubierta por una capa semigelatinizada de jugo de trufa sobre la que han depositado cuatro trocitos de hoja de sisho. El encuentro de los tres elementos en la boca provoca bocados cambiantes que logran fascinarme, en los que el sisho (creo que es pariente de la ajedrea) asume un papel protagonista.

La cebolla blanca dulce encarna un plato dentro de un espejismo. Es una cebolla cocida –conociendo a Josean, seguro que es mucho más que eso-, pero la piel de bacalao que la cubre y el color de la salsa te llevan a pensar en un bacalao al pil pil. En la boca sigue jugando al escondite, mezclando los tonos dulces de la cebolla con la gelatinosa presencia y el sabor –ligero y matizado- del bacalao.

Todo es consecuencia del pasado en esta carta, pero también anuncia una evolución que me va gustando. Aparece poco a poco a lo largo del menú, colándose entre el foie gras asado con espuma de regaliz –un ejercicio de precisión capaz de ofrecer un foie gras completamente desgrasado, casi crujiente y sabroso en la línea del trabajo que inició hace años Andoni Luís Adúriz, otro cocinero muy cercano- y un lomo de vaca que se engrandece con un bocado singular e impactante: dos cortes rectangulares de pera asada, lacados con una cobertura de soja que me dejaron enamorado.

El preciosismo y la búsqueda constante de esta cocina se traducen en un puerro asado –hoja exterior tostada y seca, interior cremoso y sabroso- servido sobre un extraño risotto preparado con germen de arroz –me falta espacio para explicarlo, pero se extrae del grano de arroz-, en el increíble yogur de aceite de oliva virgen que acompaña las hebras de berenjena asada o en lo que veo como un melocotón al cubo: un melocotón asado en el centro, relleno de una suave crema de patata aromatizada con tomillo –casi como un coulant, sorprendente pero logrado- dos gajos de melocotón confitado y una copa de jugo esencial de melocotón. Tres en uno. Un cierre brillante para una cocina que empieza a respirar de otra forma.

Vuelvo a salir del restaurante de Josean Martínez Alija repitiéndome la misma pregunta de siempre, aunque ahora con más fuerza que nunca  ¿En qué andan los de la Michelín? ¿Conseguirán dejar algún día a un lado sus rencillas personales –con Dani García o con el propio Josean, por poner sólo dos ejemplos del disparate en que han convertido su guía…- y tendrán el decoro de hacer el trabajo por el que reciben su sueldo de funcionarios? Siete estrellas en la provincia y ninguna para el que es uno de los cocineros más avanzados de la cocina española. No me extraña que el ínfimo nivel de ventas haya encendido la luz de alarma en la casa de la guía roja.

«El fogón de Ignacio Medina»

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