jueves, abril 25, 2024
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España, a 75 años de Lorca

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La muerte de Lorca fue una noticia que agrietó, aún más, la conciencia internacional ante el conflicto bélico español. La insurrección de Franco y de los generales comandados por Mola, no había hecho más que empezar. La guerra fue terrible por muchas razones. Pero sobre todo, por lo que supuso de poner fin a un sistema democrático y a un régimen constitucional que, con todos sus defectos, garantizaba derechos y libertades que pronto serían esquilmados.

El desencadenante fue la abrupta escalada de la violencia física y verbal de unos dirigentes políticos contaminados por el lenguaje de una época sin mesura, el mismo que llevó al mundo a conocer los peores horrores por obra y gracia de nazismo y del estalinismo.

Pero Lorca, lejos de contribuir al dislate de los exabruptos, manejaba el lenguaje con una belleza característica que no se ha vuelto a repetir por poeta español alguno. Su singularidad y su personalidad lo señalan como hombre de bien, pero, sobre todo, como creador de un estilo que viajó de Góngora al surrealismo y de ahí a su propia impronta personal. Lorca se abstuvo, conscientemente y a pesar de sus simpatías, de protagonizar el desencuentro de las Españas que latía en el corazón de los españoles. Fraguó una poesía muy alejada del doctrinarismo que acabaría imponiéndose en los dos bandos, y manejó con soltura el arte de la belleza con sus composiciones poéticas y sus obras teatrales.

Hizo Lorca un salto en el compromiso. Pero sin mezclar la autonomía de la obra literaria con el esfuerzo militante de aquellos días previos a la locura. Fue Lorca, de la Residencia de Estudiantes, hogar privilegiado del talento de la época, a la plaza rústica de las aldeas españolas, mostrando con La Barraca una forma de solidaridad sin necesidad de recurrir a la exaltación partidista ni a las glorias de los camaradas. Fue y representó el teatro clásico español a lomos de camioneta, acercando al campesino desprotegido y de pobreza e ignorancia barroca, las obras de lo mejor del tiempo pretérito español, nuestro Siglo de Oro, tan alejado del plomo con que ya se forjaban las expectativas de la política y la milicia de aquel hoy, nuestro peor pasado.

Durante años, el poeta Luis Rosales, compañero de generación y presunto amigo, tuvo que convivir con la mirada afilada de quienes le reprocharon alguna suerte de colaboración con la denuncia, arresto y asesinato del poeta. Forma parte de las leyendas negras que acuciaron a quienes habiendo sido parte de la reinvención cultural de España, acabaron tejiendo los hilos del militarismo que eliminó con varios vivas a la muerte, nuestra inteligencia colectiva como fuente de creación original.

Rosales y Diego, y otros, como el insigne Jiménez Caballero, tan olvidable, callaron a la muerte, por ejemplo, de Lorca y de Hernández mientras cantaban odas y sonetos a la belleza espiritual de la España grande y libre. Pero a estas alturas, todo eso ya da igual, incluso se leen sus poemas sin la tenaza angustiosa del contexto trágico en que se escribieron, aquella patria siniestra con la que amenazara, con evidente cordura y más que valentía, un Unamuno desolado en el paraninfo de la universidad salmantina en vísperas de la muerte de sus esperanzas y de su propia muerte.

Al final de la contienda civil ya yacía abandonado entre tierras en el Barranco de Viznar, el cuerpo asesinado de Federico García Lorca por mano criminal, enfangada de miseria moral y oculta a la luz de la historia, tanto como los restos del poeta que se encuentran, aún, en inexplicable paradero desconocido y en medio de las brumas de una discusión insoportable sobre la conveniencia o no de recuperarlo.

Así como Hernández murió de muerte natural bien provocada por el resentimiento, Lorca murió de muerte antinatural provocada por la natural e imperecedera envidia nacional, el odio infinito al talento, a la individualidad magistral que forma al genio, y por haber hecho de su genialidad un bien colectivo, no sólo por su producción creativa, hoy al alcance de todos, sino también por su compromiso ético que trascendió, con mucho, aquella estética imposible en una España de garruchas, maleantes vestidos con los trajes de la infamia, y el caleidoscopio de las ideas imposibles, todas ellas contrarias a las otras, en plena efervescencia visual y como justificación simple y sencilla para el crimen fatal.

Como cantó la chilena Violeta Parra: “No pueden hallar consuelo las almas con tal hazaña, que luto para la España, que vergüenza en el planeta, de haber matado un poeta nacido de sus entrañas”.

En el Barranco de Viznar sigue enterrada, oculta a nuestros ojos y a nuestros sentidos, la frágil conciencia de España, aún por restaurar.

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Rafael García Rico

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