jueves, marzo 28, 2024
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La última cena en El Bulli

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Todo acabó con una gigantesca caja –plataforma superior y dos cajones laterales- repleta de chocolates. Arriba, piezas en forma de corales rojos y un gusto ligeramente picante, esponjas de chocolate blanco, grandes fresas liofilizadas recubiertas de chocolate blanco, tabletas naranjas y verdes… Abajo a la derecha chocolates con forma de maní, perlas oscuras y potentes, trufas cubiertas de cacao en polvo, al otro lado hojas recubiertas de cacao… Todas diferentes, todas llamativas, provocando la sorpresa permanente en un comensal que pensaba estar exhausto después de un menú de 48 servicios y acaba sumergido en un cofre repleto de sensaciones nuevas. Es como el último beso de una noche de amor. También es el último bocado que se sirve en el último menú de la historia de El Bulli, el que hasta el 31 de julio seguirá siendo el mejor restaurante del mundo.

Habrá otro menú que se sirve esta última semana. Es un recopilatorio de los últimos treinta años de trayectoria de El Bulli. Justo los que ha dedicado Ferrán Adriá a convertir la cocina del restaurante en la referencia de todas las vanguardias occidentales. Pero este ha sido el último menú servido a los clientes de El Bulli, el último menú que tomo en el restaurante después de treinta años de sesiones en el mismo comedor, enrocado unos metros por encima del mar, en Cala Montjoi –siete kilómetros de sube y baja, curvas y más curvas al norte de Rosas- el corazón de la cocina española.

El menú del último día resumirá treinta años de sorpresas, toques a rebato y llamadas de atención. Por el pasarán los sabores de la cocina mediterránea, las deconstrucciones, las espumas, los aires, las gelatinas calientes, el nitrógeno líquido o los cócteles sólidos. El de esta última cena que hago en El Bulli es muy diferente.

Han pasado veintinueve años desde la primera vez que me senté en una mesa de El Bulli –esa es otra historia; una de las batallitas del abuelo Cebolleta- y, como el primer día, todo sigue siendo diferente. Este año, la diferencia se hace fuerte en la “coctelería sólida” que abre el menú. Un concepto novedoso que convierte cada cóctel en un bocado diferente. El primero se llama “rosas” –los nombres de los platos de El Bulli raramente superan las dos palabras, que aplica a veces de forma descriptiva y otras bastante enigmática- llega en un bol cubierto con una hoja de papel film transparente. Sobre ella, cuatro pétalos de rosa que contienen una crema de kirsch y fruta de la pasión. Tres de los pétalos son frescos y fragantes, el cuarto cruje. El segundo cóctel parece un bocadillo… aunque no sea un pan, sino una pieza esponjosa y crujiente con forma de panecillo. El interior, una crema gelatinosa de mojito aromatizado con manzana verde. Cada bocado inunda la boca con una intensa sensación fresca y fragante. El tercero es también el cuarto: una doble versión del bloody mary. De un lado, una copa en la que el jugo de tomate se ha vuelto blanco. La segunda, un pequeño trozo de hielo cubierto con un granizado con todo el sabor del cóctel, intenso, fragante… y crujiente.

Los primeros pasos del menú son un ejercicio de fantasía. Conforme avanza llega una sucesión de snacks que arranca con la única propuesta que se repite menú tras menú desde hace seis años: aceitunas verdes sféricas, La sferificación inventada por Adriá –una técnica que consigue que un elemento líquido se solidifique por fuera y mantenga el interior líquido- se merece la repetición de estas piezas que revientan en la boca inundándola con el sabor de una aceituna. Un milagro por partida doble, en el que se trastocan los papeles, el que aparenta ser el gran milagro –una esfera liquida con forma de aceituna- queda empequeñecido por una nueva proeza: lograr que tenga más sabor que las propias aceitunas.

Acostumbrado a rizar el rizo y emplear la comida como el centro de un juego prodigioso, el equipo de cocina de El Bulli -40 cocineros que trabajan en silencio absoluto, frente a la mesa que preside la cocina y que cada día ocupan cuatro clientes privilegiados- da rienda suelta a un menú que este año se compone de 46 propuestas diferentes. Hace ya muchos años que El Bulli dejó la carta a un lado y sirve un menú único para cada mesa.

La cena avanza entre bocados en los que nunca hay lugar para la indiferencia. Por ejemplo, el macarrón de parmesano. Una pieza etérea, sutil, que se deshace en la boca inundándola con el sabor del queso. Tras él una esfera perfecta, blanca y brillante formada por una finísima capa de crema de gorgonzola recién pasada por nitrógeno líquido, crocante al principio, blanda y untuosa conforme gana temperatura, y a continuación el “papel de flores”. En apariencia no es más que una lámina de algodón hilado mezclado con flores, prensada entre dos hojas de papel. En la práctica es un prodigioso juego que proporciona el sabor de cada flor centuplicado.

Los juegos se encadenan. Tras un langostino hervido que encarna la cocción perfecta aparece la “gamba dos cocciones”, un nombre que describe una gamba pelada cuyo cuerpo llega ligeramente hervido y las patas –que mantienen unidas a la cola- y el interior de la cabeza fritos y crujientes. Y a continuación los wan-ton de rosas con jamón y agua de melón en el que el jamón (en realidad una finísima lámina de tocino ibérico transparente) envuelve una crema de rosas.

¿Cómo consigue cada prodigio? Llegados a este punto ha dejado de importar. La sorpresa no abandonará al comensal en ningún momento de la cena, pero todo empuja a relajarse y la tendencia natural obliga a dejarse llevar a través de un espectáculo tan fantástico como sugestivo. La responsabilidad está en un grupo de ocho personas que trabaja todo el año desarrollando las propuestas del siguiente menú en un local de la parte antigua de Barcelona. Se llama El Taller y allí nacen todos los platos y muchas de las nuevas técnicas empeladas por los cocineros de vanguardia de todo el mundo.

Allí se creó, por ejemplo, el pollo al curry que aparece por sorpresa en nuestro menú, recuperando un juego genial encumbrado en un menú de hace quince años. En realidad en el plato no hay pollo, sino una pequeña quenelle de helado de curry acompañada por una mínima porción den gelatina de cítricos. Alrededor suyo, dos cucharadas de jugo oscuro que, esta vez si, reúne todo el sabor de un pollo a la brasa. Una propuesta increíble.

El ceviche de bogavante ha sido otra de las últimas creaciones. El equipo de El Bulli versiona la fórmula del popular plato peruano, aportando su toque personal y proponiendo un único bocado, rotundo y brillante que consagra el ceviche entre las preferencias de las mejores cocinas del mundo. La carne del bogavante se sirve en una cuchara metálica con un mango minúsculo, condimentada con un pesto de perejil y limón, unos diminutos bastones de cebolla y algunos granos de grosella que aportan un sello diferenciador y un aroma envolvente y seductor.

Imposible describir uno a uno cada plato. Antes de los postres llega una secuencia dedicada a la caza -las secuencias son el último concepto creado en El Bulli antes del cierre; series de cuatro o cinco platos desarrollados en torno al mismo motivo o el mismo producto: el menú contiene una serie japonesa, otra de frutos secos con un genial caviar de piñones preparado con los gérmenes del propio piñón, otra de mariscos que enlaza con la de platos americanos: ceviche de bogavante, taco de Oaxaca, crujientes de maíz…- en la que brillan –aún más; son capaces de lograr que todo parezca posible- el capuchino de caza y un intrigante risotto de moras y jugo de caza servido en una cucharada. Y entre unos y otros, una barra de tuétano, en forma de lingote, cubierta por una capa de caviar que te lleva a rozar el cielo con la lengua, o el plato que lanzó en su penúltimo menú (temporada 2010), en el que combina gazpacho y ajoblanco, ambos de colores muy similares, apenas diferenciados por las texturas que mantienen uno alrededor del otro, sin mezclarse, y por sus sabores francos y fieles a las fórmulas tradicionales.

Cuando ya parece imposible seguir adelante llegan los dulces y el cuerpo se reactiva con estímulos difícilmente descriptibles, como un blini de yogur que obliga a abrir los ojos aún más, ya como platos soperos, y la rosa de manzana; una manzana convertida en una lámina fresca y crujiente que ocupa un plato formando una corona perfecta, reforzada con un granizado en el centro y dos sferificaciones que ofrecen un contraste amargo y sutil.

Luego llegará la caja de los chocolates, el café, la última copa… y un adiós lleno de nostalgia y salpicado de ilusiones. El mejor restaurante del mundo cierra definitivamente sus puertas el próximo 31 de julio, para reabrir en 2014 transformado en El Bulli Foundation, un espacio dedicado a promover la creatividad culinaria. Esta noche, 65 personas han trabajado para dar de comer a 50 clientes. Nada  volverá a ser igual para la cocina de vanguardia a partir de ahora. El Bulli muere pasado mañana. Un día después arranca una nueva aventura.

«El fogón de Ignacio Medina»

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