sábado, abril 20, 2024
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Azurmendi. El cocinero y la ciencia

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Los caminos de la cocina son infinitos. Entre el más tradicional y las vanguardias culinarias media un universo plagado de alternativas y cocineros. Posiblemente sea lo que convierte la cocina en arte: su capacidad para contentar a todos y … para espantarlos. Cada cual busca su cocina y cada quien encumbra sus propios mitos.

Eneko Atxa es una de las referencias que concita la atención de los seguidores de las cocinas más avanzadas. Su trayectoria es inapelable: en los casi cinco años de vida del restaurante Azurmendi, ya se ha subido tres veces al escenario de Madrid Fusión, donde ha presentado algunas de sus técnicas más innovadoras. Empezó con la clarificación de caldos, siguió con la obtención de aromas y sabores a través de ultrasonidos y ahora anda en la captación de los aromas de la naturaleza y su traslación al plato. Aroma de lluvia (tierra húmeda), hierba recién cortada, mar… se instalan en sus platos gracias a un convenio de colaboración con la Universidad del país Vasco, cuyos investigadores se ocupan del pequeño laboratorio instalado en los bajos del restaurante.

Un restaurante en la parte alta de una bodega de txakolí de la que toma el nombre, Azurmendi, junto a la autovía del Txori Herri, y un cocinero que va lanzado hacia el futuro. Lo demuestran las obras del que a partir de comienzos de 2012 será el nuevo Azurmendi –un comedor instalado en un huerto-jardín- y una cocina que no deja de mirar adelante, aunque en ocasiones tenga referencias, como sus dos primeros aperitivos, el “huevo cocinado a la inversa” y el “ravioli de rabo envuelto en pan”. El primero, una yema de huevo vaciada a medias y vuelta a rellenar con un jugo trufado que calienta la yema –de dentro hacia fuera, de ahí el nombre-  e inunda la boca con aromas de bosque, no deja de ser una versión de la yema que Carme Ruscalleda rellenaba de un sofrito de verduras, aunque una versión gloriosa. Todo hay que decirlo.

El segundo parte de la idea del dado del cocido de Pepe Rodríguez en El Bohío –para mi la mejor de todas las versiones que luego presentó en años siguientes-, para adentrarse en terrenos nuevos, convirtiendo la envoltura del “ravioli” (ya sé que ravioli es plural y escribo en singular pero la alternativa es escribir “raviol” y me gusta aún menos) en una finísima y crujiente lámina de pan e incorporando a la salsa un intrigante aroma terroso que refuerza su carácter.

Es la primera aplicación de su último trabajo de investigación. Volvemos a encontrarlo en la ostra con gel de mar, algas y salicornia, en forma de aroma de agua de mar, un buen plato que queda convertido en un preludio por la llegada del centollo en dos servicios. Desembarca en la mesa en un doble recipiente. Arriba, un pequeño bol de cristal con centollo desmigado, una crema del propio centollo, pequeñísimos costrones de pan crujiente y algunas huevas de pez volador; un plato cremoso y sabroso que juega con las texturas del pan y las huevas. Abajo, oculto bajo un aire con un marcado aroma marino, aparece un bocado espectacular: gelatina con todo el sabor de la cabeza del centollo y la intrigante textura de las huevas de la centolla, una pieza que nadie suele emplear.

Es el momento más feliz del menú, concretado en este y dos platos más: la huerta, su plato más emblemático –lo mantiene en carta sin cambios tres años después- y los últimos guisantitos de la temporada, apenas calentados al vapor, servidos con un suave gel de ibéricos y unas tremendas patatitas suflé rellenas con crema de ajo. Un bocado espectacular dentro de otro.

La comida entra a partir de ahí en una serie de platos de prueba. Son proyectos en algunos casos apenas esbozados y en otros más trabajados. Una elaboración de chipirones que no llegará a la carta aunque muestra un bocado subyugante –una “croqueta” de tinta de calamar definitivamente lograda- y una promesa llena de interés; un paisaje llamado “arrecife” concretado en torno a unas patatas cocidas en salsa americana condimentadas con dos variedades de algas, que ganarán naturalidad reduciendo la potencia de la salsa.

La papada de cerdo a baja temperatura es una realidad incontestable, completada con un curioso compañero de viaje -una pequeña tosta con huevas de arenque- y redondeada con lo que llama “suero de pimientos asados”, resultado de un proceso que seca, tritura y pulveriza diferentes elementos –en este caso pimientos asados- para espesar las salsas al tiempo que refuerza su sabor.

El musgo en la pared es otro emblema de la casa. Combina frutas y hierbas –manzana, recula…- proponiendo un plato realmente sugerente, con un marcado aroma de bosque y una prodigiosa gama de sabores.   

«El fogón de Ignacio Medina»

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