jueves, abril 25, 2024
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Otto de Habsburgo y la unidad de Europa

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Muchos son los panegíricos que, en estos días y a raíz de su fallecimiento, se han publicado de Otto de Habsburgo. Nada tendría que añadir para resaltar los muchos y grandísimos méritos de su persona y de sus hechos. Lo que haré será señalar algunos puntos que me parecen de interés en torno a las circunstancias que han rodeado su vida.

Cuando empezó la I Guerra Mundial, existían el Imperio austríaco y el alemán, herederos del plurisecular Sacro Imperio Romano Germánico, que fuera una de las piedras angulares de la historia europea desde la Alta Edad Media. Existían también el Imperio ruso y el otomano, con raíces que se perdían en la noche de los tiempos. No los menciono para valorarlos como sistemas políticos, sino para señalar que el derrumbe simultáneo de todos ellos supuso una transformación tan extensa como profunda de nuestro Viejo Continente.

Europa constituyó un afán de unidad desde el Imperio Romano, y de Roma provienen aún hoy muchos elementos de nuestra cultura y de nuestra realidad. Aquel Imperio supuso la primera unidad de Europa. Y, desde su caída, no hemos dejado de intentar reconstituirlo o, si se quiere decir de otra forma, de intentar reconstituir la unidad europea. Unas veces para bien y otras para mal, ese sueño no ha sido nunca abandonado. Por recordar algunos ejemplos, lo intentó Carlomagno; lo intentó el Sacro Imperio; lo intentó la Iglesia, y también Carlos V y Felipe II, y Luis XIV y Napoleón. Unos utilizaron la religión, otros las armas, otros la política, pero todos buscaban lo mismo, que Europa constituyese de algún modo una gran unidad.

Con una inconcebible ceguera, el Imperio alemán de 1914 emprendió por las bravas la misma tarea y arrastró a Europa en su caída. Y luego intentaron reconstituirla, mucho más a lo bruto, Hitler y Stalin. Y luego nos llegó el Tratado de Roma de 1950 y hoy está en pie -veremos…- la Unión Europea. Siempre Europa, siempre el sueño de su unidad, por las malas o por las buenas, para mal o para bien. Siempre.

Otto de Habsburgo, que hubiese heredado en su día la corona imperial de no haberse derrumbado el Imperio austrohúngaro en la I Gran Guerra, no dedicó su vida a lamentar el pasado, a añorar lo que pudiera haber sido y no fue. Consciente de que su tradición hereditaria era Europa, de que el Sacro Imperio de sus antepasados supuso en muchos momentos uno de los más dignos esfuerzos de unidad europea, aceptó con plena conciencia la vocación de servicio. No se encerró en un castillo o un palacio. No dejó nunca la primera fila de combate. Luchó decidido contra Hitler, buscó sin respiro la paz, la libertad  y la democracia, se integró en la política como un defensor entra muchos de la grandeza de Europa. Supo darse cuenta de lo que suponía el Parlamento europeo y fue diputado en él, para lo que hubo de acudir al sistema de la elección por los ciudadanos; es decir, contó con ellos y aceptó su voluntad de electores, les defendió, les representó, trabajó cuanto pudo por lo que fue el anhelo de tantos, desde el Imperio Romano y Carlomagno hasta nuestro propio siglo.

En su misma línea habían trabajado Schuman, De Gasperi, Adenauer…, los padres de la actual idea de Europa. Y todos ellos tuvieron con Otto de Habsburgo una convicción en común: que la unión de Europa es tanto política y económica como cultural y religiosa; que existen unas raíces cristianas de nuestro Continente, cuya ausencia invalida cualquier plan de unidad, porque entonces ya no es Europa el protagonista, sino un putpurri artificial de culturas, credos, ideas y propósitos que nunca podrán amalgamarse sin abandonar todo propósito y toda posibilidad de unión. Y téngase en cuenta que cuando hablamos de raíces cristianas no hablamos de una fe impuesta sino de una concepción de valores que estructuran la vida social. Como los tiene el mundo musulmán, como los tiene el Oriente, como ha de tenerlos toda gran agrupación humana que pretenda aportar su parte, su contribución, al equilibro internacional y a la justicia global.

Resultaría extraña, en los ámbitos de otras diversas culturas y tradiciones, la pretensión de destrozarlas para asentar un vacío; muchos lo están pretendiendo en nuestra Europa. Otto de Habsburgo habló y actuó, durante todos sus muchos años y sin cansarse nunca, para señalarnos cuál es el camino adecuado, el único que le puede permitir a Europa mantener viva su voz en el tiempo venidero.  

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Alberto de la Hera

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