miércoles, abril 24, 2024
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Camuflando la derrota

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Toda contienda –término que incluye pero no queda limitado a las guerras y conflictos bélicos-, acaba con la victoria de una parte y la derrota de otra. Sólo algunos juegos como el ajedrez y algunos deportes permiten resultados de empate. Las derrotas se pueden producir por dos tipos de causas diferentes. La primera y más común, por resultar una de las partes objetivamente vencida, en el sentido de exterminada o imposibilitada para continuar con el combate. Esta derrota es difícil de esconder, y como mucho permite amargos consuelos de los que la historia española nos da una buena colección (“No mandé mi armada a luchar contra los elementos”, “Vale más honra sin barcos que barcos sin honra). Pero también existe otro tipo de derrota en la que uno de los contendientes desiste de continuar, sin haber logrado los objetivos que le llevaron a involucrarse en la pelea. Es en estos casos cuando la tentación de camuflar el fracaso se hace mayor y el camino más habitual es tratar de transmitir la idea de que los objetivos han sido alcanzados y que el desistimiento no es claudicación sino regreso a casa tras el deber cumplido. Con esta actitud se tratan de ocultar vergüenzas propias y de paso restar brillo a la correlativa victoria del contendiente, que de este modo se intenta poner en cuestión. Se dice “nosotros nos vamos, porque hemos terminado, pero los otros tampoco continúan”. Aquí suele haber una enorme falacia, porque los que ven que el contendiente se retira sin haber obtenido lo que buscaba son conscientes de su victoria y no ven necesario continuar luchando.

En España hace ya muchos meses que los responsables de mantener la contienda que enfrenta a ETA por un lado (con sus pistoleros, sus gestores, sus informadores, sus chivatos, sus votantes hijos del resentimiento y demás tropa voluntaria) y a nuestro sistema político (marco de nuestras libertades) por otro, decidieron desistir sin haber cumplido los objetivos. Se acordó permitir a los etarras recuperar su poder en las instituciones concurriendo a las elecciones municipales, sin que se haya obtenido la pacificación ni la normalización, porque las armas siguen en manos de los pistoleros y la presión sigue en las calles. “Ya no matan” se nos dice. “Ya no hace falta” podemos responder. “Ya no extorsionan” se aduce. “Ya manejan muchos más millones de los que son capaces de arrancar a punta de pistola” cabe replicar.

El pasado fin de semana observamos al último delegado de la banda etarra lucir la medalla de Diputado General de Guipúzcoa junto con la evocación de un preso que va a ser juzgado nuevamente por coordinar el entramado criminal. Y en los balcones del público pudimos observar la cara de satisfacción de todos aquellos que, por su evidente vinculación con ETA, dieron lugar en su día a la ilegalización de Batasuna. Y lo que es más grave, detrás de esas sonrisas de los verdaderos responsables de Bildu a este lado de la frontera, podemos imaginar otras más siniestras, detrás de esas máscaras blancas que recuerdan al Ku Klux Klan y que luce la cúpula etarra bajo las boinas cuando nos intoxican con uno de sus vídeos caseros.

Hemos perdido, y esa derrota nos llena de amargura y de frustración. Pero es peor intentar engañarnos a nosotros mismos, como el judío de la película “El Pianista” que, en el andén de los trenes de la muerte en Varsovia, razonaba desesperadamente con que los alemanes no les exterminarían por serles más útiles como fuerza viva de trabajo. Hemos sido derrotados, no porque nos hayan vencido, sino porque el gobierno ha decidido abandonarnos a nuestra suerte en la playa.

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Juan Carlos Olarra

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