viernes, abril 19, 2024
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La sharia y la Constitución

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En torno a la cuestión de los musulmanes que forman parte de la administración, cada explicación del candidato presidencial Herman Cain se convierte en una complicación. En tres ejemplos Cain afirmaba que no se permitiría que los musulmanes formaran parte de su gabinete o de su administración. «Muchos de los musulmanes», explicaba, «no están totalmente comprometidos con este país». Cain modificaba a continuación sus comentarios para decir que, aunque se les permitiría formar parte de la administración, los musulmanes serían objeto de «medidas de precaución adicionales» no válidas para católicos o mormones.

No está claro lo que significaría esto en la práctica. Los nombramientos presidenciales ya realizan el juramento de lealtad a la Constitución. Yo realicé el mío en el año 2001 en el East Room de la Casa Blanca cuestión seria y solemne. Los funcionarios de alto nivel son objeto de una amplia comprobación de antecedentes por parte del FBI, que incluye la revelación de cada lugar de residencia y cada país que se ha visitado. Agentes del FBI interrogaron a una anciana asustada que durante 15 años antes había sido vecina mía. Ella negó haber reparado en mi alguna vez. Los secretarios del gabinete reciben el escrutinio extra de las vistas del Senado, apoyadas en incesantes páginas de preguntas intrusivas por escrito.

¿Qué nivel de escrutinio adicional pues, qué apéndice del juramento debería de imponerse a los musulmanes? ¿El deber de renunciar a la sharia? Pero, ¿qué definición, qué interpretación de la sharia?

La intervención de Cain recuerda la realizada por el inversor de izquierdas George Soros en 2004 – un parecido que presumiblemente molestaría a Cain. «La separación entre iglesia y estado», decía Soros, «se ve claramente minada por tener un presidente converso a la doctrina de Jesús. Nuestra inquietud por el fundamentalismo islámico es que no hay separación entre iglesia y estado, pero estamos a punto de erosionar eso aquí». Un presidente, según esta opinión, no sólo tiene que haber nacido en Estados Unidos sino que tiene que haber nacido a una única doctrina. La certeza intolerante del monoteísmo étnico es en sí misma una descalificación para ocupar el cargo.

Cain y Soros cometen el mismo error. Hay, por supuesto, expresiones teológicas del islam y del cristianismo conservador incompatibles con el pluralismo hablemos de la Arabia Saudí wahabí o de la Ginebra de Calvino. También hay tradiciones consistentes con el pluralismo. La sharia se podría interpretar como la replicación de la Medina del siglo VII. También puede verse como la norma moral o la concepción de la justicia aplicada surtidamente a los sistemas del derecho humano.

La opinión Cain/ Soros descansa sobre la afirmación tajante de que la expresión radical de una religión es también la más auténtica. «Basándome en el escaso conocimiento que tengo de la religión musulmana», dice Cain, «ya sabe, tienen un objetivo de convertir a todos los infieles o matarlos». Parte de esta afirmación es correcta. Representa un conocimiento muy escaso de los vigorosos debates entre los 1.200 millones de musulmanes -unos pocos violentos, la gran mayoría no. A efectos de este debate, sólo importa que existe un surtido de opiniones en torno a la sharia- realidad más allá de toda duda. Determinar la versión genuina o correcta de una tradición religiosa queda más allá de la competencia o la autoridad de un candidato o del ejecutivo estadounidense.

La Constitución aborda directamente esta cuestión. El Artículo VI exige que los funcionarios del legislativo, el judicial y el ejecutivo realicen el juramento a la Constitución. Sigue así: «Ninguna prueba religiosa se exigirá nunca como cualificación para ocupar cualquier cargo o sociedad pública dentro de los Estados Unidos». Después de que Charles Pinckney propusiera en Carolina del Sur esta formulación del Manual Constitucional, un delegado de la convención ratificadora de Carolina del Norte puso reparos diciendo que permitiría que «paganos, deístas y mahometanos» ocuparan cargos públicos. Se ratificó de todos modos – aunque los textos constitucionales de muchos estados de la época contenían pruebas religiosas. Al alentar la ratificación, James Madison se saltó las limitaciones de estos estados por estar «poco estudiadas y mal definidas» con respecto al documento federal. El servicio público, adujo, debe estar «abierto a méritos de toda suerte, nativos o adoptivos, jóvenes o ancianos, e independiente de la pobreza o la riqueza, o de cualquier profesión particular o creencia religiosa».

Imponer una prueba religiosa moderna no es ni probable ni argumentable. Es notable que cualquier defensor de izquierdas de una Constitución viva desee que evolucione de esta forma. Es igualmente inexplicable que cualquier defensor conservador del constitucionalismo defienda tan claramente una vulneración de la propia Constitución.

La empresa entera de redefinir las normas de la participación en la esfera pública de forma que se aliente la desconfianza hacia una religión o colectivo concreto es muy cuestionable. Es exactamente el tipo de juego de poderes que pretendieron impedir los Fundadores. Para ellos, la lealtad a la Constitución bastaba – y cualquier requisito religioso más allá de eso era ilegítimo.

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Michael Gerson

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