jueves, marzo 28, 2024
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En manos de una ‘cougar’

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No era amiga de mis padres. Tampoco era la madre de ningún amigo mío. Pero lo que me sucedió con ella podía haber sido el argumento de El Graduado o el tema de una canción como La madre de José. Lo cierto fue que, como en la copla, yo tenía 20 años y ella me doblaba la edad. O tal vez más. La verdad es que nunca estuve seguro de su edad. Supongo que estaba entre los 40 y los 50 años, pero sin duda era lo que ahora se llama una “cougar”. Una devoradora de carne fresca. Porque a ella lo que le gustaba era llevarse jóvenes a la cama. Nunca supe tampoco si lo hacía por puro vicio o porque tenía muy desarrollado su talento para la enseñanza. A mí me daba igual. En aquel tiempo yo vivía sólo para tapar agujeros y aquella mujer me los ofrecía con creces.

Me hizo de todo durante los meses que estuve con ella y debo confesar que siempre me dejé hacer. Apenas necesitaba dos minutos para eyacular la primera vez y, a partir de ahí, me daba igual que me usase como un objeto sexual al que no paraba de pedirme más y más y más. Era la pasión en estado puro. Como mi pene siempre respondía erecto, ella lo usaba hasta quedar muerta después de llegar a un gran número de orgasmos. Yo, al principio, los contaba. Para presumir. Para sentirme más hombre. Después, me dio igual. Llegó a cansarme. Y aunque ella era una mujer hermosa que siempre estaba en celo, algunos días, terminaba por no disfrutar. Ella lo notaba. Y cuando eso pasaba, al siguiente día que me llamaba, se dedicaba a enseñarme.

Y me enseñó que había dos formas de practicar sexo. Una que duraba dos minutos y otra que duraba dos horas y dos minutos. La pasión duraba dos minutos y el placer duraba dos horas y dos minutos. A ella le gustaba el placer, lo que pasaba era que mi poderío sexual la excitaba tanto que la pasión la volvía loca y se olvidaba de todo.

Y me enseñó que el morbo está por encima de todo. Ella me decía que el buen sexo siempre tenía que ir acompañado de morbo. Y, desde luego, que no debía existir prisa por tocar ni por meter. Que el primer sentido que se ponía en marcha y disfrutaba era la vista y había que darle gusto. La vista, para ella, era un muy importante. Había que ver crecer al pene o como se mojaba la vagina sin más… Sólo por el deseo. Sólo viendo como lo mostraba el otro.

Después había que tocar. Mejor, acariciar. Sin prisas y sin ir directamente al sexo. Que había que acariciar las entrepiernas porque eran zonas erógenas. Y las nalgas y los pechos. Y que la nuca era una zona explosiva. Ay, de la nuca. La nuca decía, después de acariciarla, que había que besarla y mordisquearla para que unas increíbles descargas eléctricas recorriesen todo el cuerpo. Como había que besar y mordisquear las orejas.

Como había que hacerlo con los dedos de los pies. Incluso, introduciéndolos en la boca. Como había que apretar ligeramente el tendón de Aquiles… Pero todo muy despacio. Dejando que el tiempo no existiese… Para que se rebosasen los fluidos…

Y así me hacía estar minutos y minutos. Primero ella me lo hacía a mí para enseñarme. Después se lo hacía yo a ella. Y si yo quería acortar terreno, me detenía en seco.

Más tarde era el tiempo de la saliva. Abundante. Tanto para la felación que me hacía como para lamerle yo su vagina. Sin tiempo otra vez. Dejando que todo fuese natural. Sin resistirse a nada. Y si con ello bastaba para encontrar el éxtasis, ahí se detenía el juego para el que se vaciaba. La mayoría de las veces, allí nos quedábamos los dos…

Y al final, sólo al final, penetración. Primero con un movimiento suave. Dejando que todo resbalase gracias al lubricado de la saliva y de los fluidos. Después, profundo. Después, fuerte. Después, rápido… Y, mientras, hablando de sentires… Y gritando. Y gimiendo… Dándole mucha importancia a los sonidos del sexo.

Aquella mujer sabía tanto que cuando yo quería terminar y ella quería seguir me tocaba en un punto bajo los testículos que detenía mi orgasmo.

Nunca supe descubrirlo por mucho que lo he intentado, incluso, en soledad. Al final, cuando ella quería, yo  reventaba…

Habían pasado dos horas y dos minutos. Había descubierto el placer.

Memorias de un libertino

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