miércoles, abril 24, 2024
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Ahora a por la meta

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Con su tan publicitado discurso relativo a Oriente Próximo, el Presidente Obama se fija personalmente un reto que se puede resumir en cuatro palabras: Seguir hasta el final.

Obama habló con más claridad de la que habían esperado ciertos analistas acerca de los dos asuntos más volátiles en la región ahora mismo: la represión violenta de las manifestaciones multitudinarias en Siria por parte del Presidente Bashar al-Assad, y el riesgo de una nueva explosión palestina si no se puede relanzar un proceso de paz serio.

A ambas cuestiones, las respuestas de Obama evitaron la opinión generalizada del momento (o más bien de ayer). En lugar de ofrecer una condena retórica fácil y rápida de Assad, Obama le invitó a implantar reformas concretas (como Assad ha afirmado públicamente desear) o abandonar la administración; y en lugar de acceder a los deseos israelíes de restar importancia a la cuestión de los palestinos, Obama insistía en la necesidad de negociaciones y señalaba ciertos «principios» para orientarlas.

El pasaje del discurso relativo a Siria ofrece un plan de acción detallado de lo que tiene que hacer Assad para sobrevivir: «dejar de abrir fuego contra los manifestantes», «poner en libertad a los presos políticos», «permitir el acceso de los inspectores de derechos humanos» a Daraa y al resto de municipios sitiados, y abrir «un diálogo serio» con la oposición relativo a una transición democrática. Assad no podrá satisfacer esa lista plausiblemente (que le obligaría a romper con Irán) pero vale la pena hacer un último intento antes del diluvio. ¿Quién trasladará el mensaje a Damasco? Por desgracia, no está claro.

En el frente palestino-israelí, Obama se decantaba por lo que debió haber hecho hace dos años — enmarcar los parámetros con los que orientar las negociaciones. No ofreció un plan de paz, pero sí llegó lejos en los detalles, prometiendo el apoyo estadounidense a un estado palestino «basado en la demarcación de 1967 con intercambios mutuamente acordados» a cambio
del reconocimiento de «Israel como estado judío» y el estatus de país «no militarizado» para Palestina. Por desgracia, el presidente no ofreció ninguna estructura para las conversaciones.

Obama fue admirablemente concreto también al hablar de Bahréin — apoyando la exigencia de la monarquía sunita de un estado de derecho pero también la exigencia de reformas de la mayoría chiíta. Fue un discurso sutil, de principio a fin. Pero esa «sutileza» se traducirá como «hipócrita» o «pragmáticamente eficaz» dependiendo de que los legisladores sepan forjar realmente los compromisos que describen los que redactan los discursos.

Aquí está la verdadera prueba de fuego para Obama. Cada hebra de su programa «de dignidad» para Oriente Medio exige algo que no viene abundando en esta Casa Blanca: la capacidad sistemática de implantar la estrategia de la política exterior a través de medidas progresivas dedicadas y enfáticas. Es ésta la cuestión operativa – no el marco retórico – que constituirá lo
esencial.

Esta Casa Blanca ha tenido problemas durante dos años para engranar la retórica con las acciones. Dos destacados representantes especiales – George Mitchell y Richard Holbrooke – hicieron aguas en la misma medida en el seno de un sistema tan centrado en el mensaje certero que no permitía el estilo dialogante y libre de normas que los dos aportaban a sus cargos. Como escribí el año pasado de Holbrooke, antes de su muerte, la Casa Blanca Obama viene teniendo un don para contraer a los grandes personajes.

El Departamento de Estado de la Secretario de Estado Hillary Clinton tampoco ha hecho un buen papel en la implantación progresiva de las políticas hasta el final. Clinton es una viajera incansable, y si la diplomacia compensara por sí sola los kilómetros recorridos, ella ya habría superado al Secretario Dean Acheson. El problema estriba en hacer que las cosas sucedan sobre el terreno: Clinton ha anunciado (repetidamente) un incremento de efectivos civiles en Afganistán, pero esta semana hablé con un General furioso por lo poco que ha sido realizado realmente por los civiles, fuera de Kabul.

La diplomacia progresiva exige de personajes dotados de la capacidad manipuladora y de la sutileza de un Henry Kissinger o un Zbigniew Brzezinski. Es vergonzoso volver permanentemente a esas dos veteranas glorias de la diplomacia como referentes, pero sus sucesores hoy no son evidentes. Es interesante que cuando el presidente busca consejo estratégico, recurre al parecer a dos columnistas, Tom Friedman y Fareed Zakaria. Ellos serán los primeros en observar la diferencia entre una columna (o un discurso) y un avance legislativo.

¿Dónde está la gente que se rompe los cascos, diplomáticamente, para hacer que funcione todo esto? Tom Donilon, el asesor de seguridad nacional, es un improbable candidato al papel de Conde Metternich, pero parece impaciente por ocuparse de estas operaciones. Bill Burns, nuevo subsecretario de estado, tiene considerable experiencia en Oriente Próximo y la Casa Blanca debería de ser lo bastante audaz para valerse de él creativamente. Un tercer emisario potencial es el Senador John Kerry, que viene siendo uno de los intermediarios más eficaces alejados de los canales habituales en la administración estadounidense, durante sus visitas a Pakistán y Afganistán.

El presidente esbozó admirablemente las líneas maestras de los deberes de América en esta primavera árabe. Está todo ahí, sobre el papel, el equilibrio idóneo entre principios y pragmatismo. Ahora sólo queda ponerlo en práctica.

David Ignatius

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