jueves, marzo 28, 2024
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El cuento del influyente

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Mientras Washington zumba de rumores de otro relanzamiento más de las conversaciones de paz palestino israelíes, yo he estado leyendo un libro que resume los últimos 44 años de acuerdos de paz fallidos, oportunidades destruidas y, a veces, simple imprudencia.

El libro son las memorias póstumas de Jack O’Connell, antiguo agente de la CIA que durante muchos años fue el «supervisor de Inteligencia» del rey Hussein en Jordania. Sí, ha leído bien: mientras O’Connell fue responsable de campo del espionaje destacado en Ammán entre 1963 y 1971, dejaba sobres mensuales de efectivo en el palacio como parte de una longeva campaña encubierta de la CIA que recibía el nombre secreto de «NOBEEF».

O’Connell era una de las manos más hábiles de Oriente Próximo que me he encontrado nunca. Era un caballero corpulento natural de Dakota del Sur que había ido a Notre Dame a jugar al fútbol. Como tantos jóvenes inteligentes de la década de los 50, acabó en la CIA. Era un tipo indefectiblemente cortés de voz templada, como el monarca, pero O’Connell tenía las cosas de Oriente Próximo más claras que muchos estadounidenses que he conocido. (Nos encontramos por primera vez durante una conferencia en Gran Bretaña a finales de los 80, y después de eso hablamos puntualmente).

O’Connell acudió por primera vez a Ammán en 1958 a ayudar al rey (que por entonces tenía 22 años) a desbaratar un complot de golpe de estado recogido en los pinchazos telefónicos del FBI a la embajada de Jordania en Washington. Tenían confesiones de 22 conspiradores — sin utilizar las «técnicas de interrogatorio avanzadas» de los últimos años, sino a través de entrevistas en prisión, trucos y faroles sin paliativos.

O’Connell se convirtió en el asesor más próximo al rey y en ocasiones la única persona de toda confianza de Hussein. Cuando O’Connell abandonó su puesto como jefe de campo, se convirtió en el asesor legal personal del monarca en Washington. En el libro cuenta un montón de secretos, en especial los relativos a las maquinaciones diplomáticas de Hussein, pero se llevó a la tumba muchos más cuando falleció el año pasado.

Recomiendo «El Consejero del Rey» no sólo como relato de advertencia acerca de las iniciativas de paz (tema al que volveré) sino como recordatorio de lo que hace realmente la CIA. Esta semana estamos tan enamorados de la operación militar encabezada por la CIA que se cobró la vida de Osama bin Laden que es fácil olvidar que un servicio de Inteligencia está más que nada para recabar información de Inteligencia, no para llevar a cabo operaciones paramilitares.

O’Connell estaba chapado a la antigua en ese sentido. Odiaba las «acciones encubiertas» políticas y a los pijos de universidades elitistas que las dirigían, de los que se burlaba como «farsantes esnobs». Creía que la supervisión legislativa de las agencias públicas nunca funcionaría, y que la CIA nunca se recuperaría por completo del oprobio público de la década de los 70. La discreción lo era todo: Tenía cientos de fotografías de Hussein, apuntaba, pero ni una sola de ellos dos juntos. O’Connell siempre permanecía en la sombra.

Lo que angustiaba a O’Connell era contemplar a Hussein peleando en vano durante cuatro décadas por recuperar Cisjordania de manos de Israel. El lamentable relato arranca con la imprudente decisión del monarca de aliarse con el Presidente egipcio Gamal Abdel Nasser la víspera de la guerra de junio de 1967, que dio a los israelíes una razón para atacar. O’Connell advirtió al rey que Israel atacaría, y el monarca pasó la información a Nasser. Pero estaban demasiado imbuidos de propaganda árabe como para tomar en serio la advertencia. El rey también recibió el aviso anticipado de la guerra de 1973, de nuevo en vano.

Las chapuzas continúan, un año tras otro: Hussein permite a la OLP asentarse en Jordania, y es recompensado en 1970 con una guerra civil que casi le derroca; encandila a una serie de primeros ministros israelíes en encuentros secretos, que querían la paz con él pero que eran reacios a devolver territorio; intenta tranquilizar a los radicales árabes, aliándose de la forma más desastrosa con el iraquí Saddam Hussein la víspera de la invasión de Kuwait en 1990; suplica a los presidentes estadounidenses que le ayuden a recuperar territorio, pero ellos nunca llegan a cumplir. El minúsculo monarca es como Charlie Brown dando patadas al balón, realizando una valiente entrada cada vez sólo para ver a Lucy quitárselo.

En el funeral del monarca en 1999, O’Connell se encontró con Efraim Halevy, antiguo jefe de la Mossad que, a su manera, también era el jefe de campo de Hussein. «Aquí teníais un líder con su mano tendida», dijo sin rodeos a Halevy. «Me parece que lo fastidiasteis». De la lectura de este libro, es difícil discrepar de esa opinión.

¿Cuál es la moraleja de las memorias de O’Connell hoy, cuando el Presidente Obama contempla pronunciar dentro de poco un discurso esbozando las líneas maestras de un plan de paz estadounidense más? Esto simplemente: No se hacen experimentos. Anuncie los parámetros estadounidenses de negociación tan clara e inequívocamente como sea posible. El corazón de este acuerdo es el mismo que en 1967: intercambio de territorio ocupado a cambio de una paz justa que reconoce el derecho de Israel a existir. Se hace esta vez hasta el final, o no se intenta.

Dana Milbank

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