miércoles, abril 24, 2024
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14 de abril

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La II República amaneció en España como una bocanada de aire fresco. La irrespirable atmosfera política que se vivía desde septiembre de 1923, cuando el general Primo de Rivera se pronunció y el Rey pasó por el aro, constituyó un paréntesis antidemocrático que terminaría con la caída de la Monarquía. De esto nadie tiene hoy la menor duda.

La República devolvió a los españoles sus libertades perdidas, concedió el voto a la mujer, suprimió la censura de prensa e introdujo planes de educación  abiertos y eficaces, de los que saldría una generación  ilustrada acorde con los modelos más avanzados de Europa. Muchos ciudadanos de profundo sentimiento monárquico no tuvieron inconveniente en reconocer tales avances y durante unos años el cambio de régimen pareció asentarse entre la burguesía y las clases populares con naturalidad y casi general reconocimiento de que los nuevos modos de gobernación nos acercaban a la modernidad que imperaba en Occidente.

El golpe de Estado de Francisco Franco acabó de un sablazo con esa ilusión colectiva, y nuestro viejo país volvió a las andadas: una dictadura interminable, supresión de los derechos civiles, incluido el de sufragio y de libre expresión y asociación, y una represión cuartelera dirigida por la oscura personalidad del Caudillo, que como buen autócrata no soltó las riendas hasta el día de su muerte, cuarenta años después de haber acabado con un sistema constitucional refrendado por la inmensa mayoría de los españoles.

A partir de la desaparición del dictador, y solo entonces, las cosas empezaron a cambiar. La proverbial presencia de Juan Carlos I en la Jefatura del Estado y la nueva forma de éste, la Monarquía parlamentaria –el rey reina pero no gobierna- hicieron el milagro de una transición política sin traumas que dio a luz la Constitución de 1978, más avanzada que la de 1931, en la que las libertades gozaban de todo el predicamento y los partidos políticos reaparecieron y se sometieron al voto popular. Años inolvidables en los que nacía el nuevo Estado de las autonomías se disponía a despejar los recurrentes contenciosos territoriales, dentro de la unidad indisoluble de la nación.

La II República es hoy, sobre todo para las generaciones jóvenes, una página a no olvidar de nuestra Historia, que dejó en la conciencia de los hombres libres el sentido de la ciudadanía y del derecho, factores de la convivencia civilizada que ahora se reproducen en la sociedad española. Se ha dicho, con razón a medias, que nuestro país es una república coronada. Y a esa mitad que lo piensa y a la otra no le duelen prendas en reconocer que la Monarquía es la institución más valorada por la gente, precisamente porque ha sabido devolverle al pueblo los valores que fueron estandarte de aquella naufragada República.

La normalidad con la que vive España el ochenta aniversario del 14 de abril de 1931 es el signo elocuente de que nuestro país camina por el sendero correcto y que salvo nostalgias tan legítimas como desfasadas aquí nadie propugna la abolición de un régimen, la Monarquía parlamentaria, que da satisfacción al conjunto de los ciudadanos. Si hace ochenta años fue necesaria y positiva la salida de Alfonso XIII después de haber dejado en suspenso la Constitución, hoy las circunstancias son diametralmente opuestas y a nadie en su sano juicio se le ocurre poner en cuestión el sistema democrático que el pueblo español se dio a sí mismo y que compite en cuanto a libertades y derechos con los más avanzados del mundo. El asunto no es Monarquía o República. El asunto es democracia o dictadura. Por eso este 14 de abril debemos celebrar la efeméride como afirmación de los valores sobre los que se asienta hoy la convivencia pacífica de los españoles, trasunto de aquellos, como calcados como por una fotocopia.

Francisco Giménez-Alemán

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