martes, abril 23, 2024
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La decisión del Presidente Zapatero (I)

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Avanzada ya la Transición, Suarez pensó que podría lograr el liderazgo de una formación política situada en el centro derecha y que fuera homologable con los partidos de igual corte ideológico que había en Europa. Pero la realidad de UCD era muy distinta y las diversas familias políticas que la integraban comenzaron a cuestionar no sólo el liderazgo de Suarez sino también la existencia misma de la opción centrista como partido. Lo demás es historia, y bien conocida.

En nuestra breve historia democrática, sólo Felipe González ha logrado concitar más adhesión que su propio partido, y sólo él ha sido capaz de reunir simpatías suficientes para doblegar, de verdad, a las encuestas más adversas y elevarse por encima del discurso ideológico y político de su propio partido. A nadie  se le escapa que ha contado con apoyos electorales en los caladeros clásicos del centro derecha, por ejemplo, mientras su partido, el PSOE, conservaba gracias a una inteligente división de papeles, el electorado histórico de la izquierda.

Ese hiperliderazgo, interpretado con mimetismo por Aznar con una muy desigual eficacia, excusó al PSOE de sus compromisos históricos- recuerden el abandono del marxismo o el cambio de opción con la OTAN- y le permitió transitar por el terreno de un reformismo posibilista sin mayores anclajes en el terreno de las ideas. El regeneracionismo y la modernización acompañaron a la construcción de un modelo de bienestar al modo sueco o alemán, y concluyó sin conocerse muy bien cuáles eran los presupuestos ideológicos del discurso socialista con la absurda travesía del periodo Almunia, que empezó en la orilla de los llamados “neoliberales” y terminó pactando pre electoralmente con Izquierda Unida, en un rocambolesco baile de piruetas que terminó por conducirlo a la comodidad de su casa.

Excusando referirnos al papel del liderazgo de Aznar, ciertamente inconsistente, que sólo satisfacía al sector más radical de la derecha y que siempre se encontró al socaire de su partido y de la vulgar dialéctica anti socialista – su endeblez se consagró con el intento de compra de un reconocimiento honorario en el Congreso USA, que se pagó del erario público y que nunca llegó a buen puerto-, Zapatero se encumbró bajo las cenizas del mandato Aznar y por obra de su terrible gestión del doloroso atentado de los trenes, dando sentido político a un liderazgo que sólo convencía entre sus más firmes adeptos.

La primera legislatura significó su particular “gran salto adelante”, y pasó de ser un fiel constructor nacional de modelo Blair de republicanismo cívico y de tercera vía, para convertirse en un referente social que apostó por derechos y libertades de nueva generación – un presidente inusitadamente feminista y defensor del derecho a la diversidad sexual- desconocidos en ordenamiento jurídico alguno. Defendió, asimismo, la negociación con ETA y la convirtió en el paradigma de su primera legislatura junto con su “radicalismo democrático”, la España plural y el complejo asunto del Estatut, y aprovechando la cresta de un ciclo económico sobresaliente, satisfizo necesidades objetivas de pensionistas, parados, trabajadores con salario mínimo y otras clases debilitadas por la injusticia intrínseca del sistema. Falló ETA, y lo que fue su particular ascenso al calvario – la derecha envenenada se manifestó con agresividad desconocida hasta entonces en nuestra democracia, acusándolo de “romper España” y estar asociado a los asesinos-, y quedó al pairo de un previsible ciclo de más y mejor política social desarrollando, por ejemplo, la ley de dependencia.

Ya desde sus inicios se había fabricado un personaje móvil: de Bambi al hombre de pulso frío e implacable contra la desavenencia o la infidelidad. Zapatero, transmutado en ZP o en el hombre de la ceja, ha recorrido muchos perfiles y se ha fabricado, con ayuda de sus adversarios y de algunos medios enfermizos- una personalidad múltiple. Pero todos han confluido finalmente en considerarlo una parte integral de los problemas de España. Terrible.

Así es, la crisis desatada en Lehman Brothers, fruto de la codicia de un sistema financiero internacional salvaje y sin control, arrastró a nuestra economía dependiente del ladrillo, por el abismo de la desaceleración – cántico de sirena- hasta la crisis estructural y los cuatro millones y medio de parados. Y de ahí a la enésima mascara del Presidente: El reformista capaz de doblegar su inmediato pasado social y convertirse en el inductor y promotor de políticas de ajuste que sentaban las bases para desmantelar cómodamente en los próximos años el incipiente modelo de bienestar que otro presidente socialista había montado.

Así es muy difícil, en verdad, afirmar un liderazgo capaz de traspasar las fronteras del propio partido. Por tanto, nada extraño en los resultados de encuestas y estudios electorales que arrojaban al PSOE por las simas de una derrota sin paliativos y la desafección hacia él más alta de la democracia.

En puridad, Zapatero nunca ha sido un líder. Más bien, una construcción moderna que ha remplazado a los viejos y sólidos liderazgos. Ha sido un presidente cuya consideración siempre ha estado sujeta por pinzas de mercadotecnia y de campañas que imprimían la falsa idea de una personalidad superior allí donde simplemente había un jefe de filas, un buen regateador y un optimista siempre al borde de la irresponsabilidad, pero capaz de mantenerse en el filo con equilibrio suficiente para salir airoso.

Ahora, en su destierro sin salir de casa, el hombre que se ha parecido más a Suarez, por los ataques y las agresiones recibidas, que a Felipe por su fortaleza como líder de los suyos y capaz de sumar a su proyecto otras corrientes de simpatía más allá de sus propias filas, Zapatero del que ya nunca sabremos si es el sujeto de la tercera vía auspiciado por Solchaga, el radical que defendió la memoria histórica, el defensor de los sindicatos, el feminista o, simplemente, un político dúctil, maleable, capaz de serpentear con inteligencia y aplomo entre el lodo y el fango de una sociedad en la que aún mandan los espantos y temores que el aznarismo sembró con abundancia entre nosotros.

 

Rafael García Rico

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