sábado, abril 20, 2024
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Donde el Tajo pierde su nombre

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Seguramente recordarán ustedes a la benemérita maestra de primaria repasando la lección de geografía: “y ahora los ríos de España”. Siempre respondía el más listillo de la clase: Miño, Ebro, Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir. “Muy bien”, ratificaba doña Ignacia, y el niño volvía a sentarse, tan orgulloso. Pues bien, el Tribunal Constitucional acaba de sentenciar aquello que nos enseñaban en los libros, que los ríos son de todos y que los gestiona el gobierno de la nación.

Dicho lo dicho por los jueces, el ejecutivo debería resolver de una vez el conflicto de intereses que hipoteca el futuro de nuestros principales caudales y asegurar el equilibrio biológico, medioambiental y socioeconómico en las cuencas afectadas. El partido popular pretendía, y a lo mejor lo sigue defendiendo en su programa oculto, que el río Ebro transformado en un gran canal, entregue parte de sus aguas al levante antes de desembocar en el mar. El proyecto parece archivado, pero los populares lo sacan del cajón cuando conviene. Sopesan el volumen, y nunca mejor dicho, de votos que perderían en Navarra, Aragón y Cataluña con los que sumarían en sus feudos de la Comunidad Valenciana y Murcia. Veremos cómo se apaña este asunto. No me gustaría contemplar el maravilloso Delta del Ebro convertido en un lodazal.

El expediente del río Tajo ya lo resolvió el régimen franquista sin encomendarse ni a dios ni al diablo y sin evaluar el impacto que suponía una obra de tal calado. Fue un señor llamado Fernández de la Mora, al que apodaban el ministro eficacia, el que ideó tamaño proyecto. En 1.957 embalsó al joven y vigoroso Tajo, que brinca en las hoces y cañones de la Cordillera Ibérica, en los pantanos de Entrepeñas y Buendía. El espíritu imperial de Franco llamó Mar de Castilla a la cárcel en la que se encerró desde entonces al Tajo. De aquellos pantanos comenzaron a llevarse gran parte del agua a la presa de Bolarque y de allí, en un viaje de 300 kilómetros hasta la presa del Talave, donde el pobre Tajo trasvasado, fuera de su lecho y de sus paisajes naturales, se desparramó en Alicante, Murcia y Almería. Aquel funcionario iluminado no imaginó, supongo yo, que un trasvase pensado para regar lo que entonces se llamaba “la huerta de Europa” serviría también para levantar los telones de cemento habitados que han machacado las costas de Levante, mantener decenas de campos de golf dibujados en el páramo y tantas urbanizaciones en mitad de la nada.

¡Y ahora quién rescata al Tajo adolescente que crece en la sierra transformado en un río desnutrido y enfermizo, envenenado por las aguas macilentas y pestilentes que le llegan de un Jarama envilecido en Madrid, tan triste y opaco el Tajo que no vuelve a ser un río de verda hasta que llega a Extremadura camino del mar lisboeta! ¡Qué fue de las playas fluviales del Tajo a su paso por Toledo, de los chiringuitos, pegados a sus orillas, bulliciosos de bañistas y de pescadores de camarones! ¡Qué fue de aquel aluvión de agua que refrescaba los veranos tórridos de la nobleza mesetaria en Talavera de la Reina! Vayan ustedes ahora y verán un lodo espeso moviéndose lentamente en lo que siempre fue el cauce del Tajo en la capital de la Vera.

No me gustaría que interpretaran mal mis argumentos, especialmente los posibles lectores levantinos, y por eso tengo que puntualizarles que los castellanos manchegos, a los que conozco bien, han sido y son solidarios con sus vecinos. Han defendido y defienden que los ríos son de todos y sus aguas son, por supuesto, para todos… pero no para todo. Me dicen que en el este sobra el agua y que tienen lo que a ellos les falta: el mar. Los paisanos no entienden que se arrugue la nariz cuando en aquellas costas se ofrece agua desalada para regar o para lavarse como si en vez del liquido elemento les dieran cicuta embotellada. Desplieguen pues el mapa de Castilla la Mancha y localicen el lugar donde comienza el trasvase Tajo-Segura: justamente es ahí donde el Tajo pierde su nombre.

Fernando González

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