miércoles, abril 24, 2024
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La banalidad de una confesión

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Para confesar un crimen, mejor Telecinco que el juzgado. Más espectáculo, siempre cabe arrepentirse sin perjurio y aumenta el negocio y la emoción. Ana Rosa y su equipo consiguen la gran exclusiva en su programa: otra confesión de Isabel García el día del final del juicio inculpando a su marido Santiago del Valle de la muerte de la niña Mari Luz Cortés. La telebasura arrasa con la justicia y dicta sentencia sin confusión a la espera de la decisión de los jueces.

William Randolph Hearst, el magnate de la prensa amarilla, proclamaba en 1887 “la invencible determinación del San Francisco Examiner de llevar a los criminales ante la justicia”. Los reporteros del diario llegaban donde policía y jueces no lo hacían. Entonces, como en nuestra telerrealidad cotidiana, la verdad importaba menos que el espectáculo. Nada como la ficción moralizante y vocinglera de los tertulianos para desdibujar los límites entre la vida y el melodrama. Ver al equipo de Ana Rosa conduciendo a la confesa ante el juez parece una charanga justiciera por el esperpéntico Callejón del Gato valleinclanesco.  

Los sentimientos y las sensaciones por encima de los hechos y la investigación. Isabel García vuelve a prisión por su declaración y se investiga a ‘El programa de Ana Rosa’ y a la productora Cuarzo por el trato a la mujer y cómo se produjo la confesión de una persona con deficiencias psíquicas. La banalización del mal en una continua hiperficción hasta hundir a todos en las mentiras. La primera, que lo que se presenta ante los espectadores es periodismo.

Más allá de las bambalinas del mal televisado, los padres de Mari Luz, víctimas de un proceso plagado de dudas, con un presunto asesino condenado por pederasta y libre por errores judiciales. Víctimas también una sociedad forzada por el espanto a reclamar cadena perpetua y penas inflexibles.

La confesión de Telecinco no es sólo un brutal ejemplo de sensacionalismo. Es otro paso en la impunidad de las televisiones, convertidas en tribunales de vidas, crímenes, pasiones y conductas públicas o privadas. Instigadores y jueces a la vez de ficciones para disfrute de una audiencia embobada de esa irrealidad fortalecida por los audímetros.

En los cajones de la telerrealidad dormita la Ley General Audiovisual. Aprobada el año pasado para proteger derechos de espectadores y víctimas, manipuladas y explotadas por una televisión insaciable que airea lo peor de la sociedad con la hipocresía gritona de los tertulianos y la apatía moral del televidente aburrido.

Juan Varela

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