jueves, marzo 28, 2024
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Egipto y la decademcia estadounidense

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Para los propensos a ser propensos a estas cosas, los acontecimientos recientes acaecidos en Egipto constituyen una prueba más del retroceso de la influencia global estadounidense. El Presidente Hosni Mubarak, después de haber aceptado un montón de ayuda estadounidense, ahora parece inmune a los consejos y las presiones de América. Los manifestantes, se quejaba una columna, ni siquiera se molestan en quemar nuestra bandera. Estamos viendo, según algunos observadores, un «Oriente Próximo post-estadounidense».

No importa que los manifestantes estén valiéndose de tecnologías occidentales para reclamar derechos individuales. Ni que muchos de los jóvenes blogueros seculares que despejaron el terreno a la revolución alternaran el árabe con el inglés ni que hubieran visitado o estudiado en América. Por no hablar del hecho de que los egipcios que se manifiestan en las calles centran sus exigencias en sólo dos actores, el gobierno egipcio y el gobierno estadounidense – no las Naciones Unidas ni la Liga Árabe ni China. De hecho, la respuesta de China consistió en eliminar la palabra «Egipto» de sus motores de búsqueda y pasar desapercibida hasta que amaine la tormenta.

Estas consideraciones no deben desvirtuar nuestra sensación de impotencia — paradójico homenaje a nuestras ambiciones. La población de Holanda o de Costa Rica no celebra ni critica su ausencia de poder sobre los acontecimientos de la política egipcia. Sólo los estadounidenses se sienten reivindicados o culpables ante los límites de su influencia.

Esos límites son evidentes a orillas del Nilo. El resultado de la actual lucha importa enormemente a los intereses estadounidenses. La aparición de la versión sunita de Irán en Egipto supondría un golpe importante. Una transición democrática, incluso caótica o parcial, aislaría o amansaría paulatinamente a los extremistas y desactivaría el odio a América. Pero el rumbo de los acontecimientos en Egipto es decidido a través de un equilibrio interno entre nacionalismo y religión, miedo y esperanza, que América sólo puede orientar desde las gradas. Eso es frustrante, pero en absoluto nuevo.

Y los límites de un cierto enfoque político estadounidense en Oriente Próximo nunca han sido más evidentes. Décadas de apoyo a un dictador militar, que preside una administración corrupta e insensible, que ha llevado a su economía al estancamiento y la pobreza, y que ha empujado a la mayor parte de la oposición política legítima a la mezquita radical, no han dado lugar a la estabilidad. Existe un motivo de que los shah sean sucedidos en ocasiones por los mulás – que el fundamentalismo religioso es el opio de los humillados. ¿Quién puede afirmar seriamente que el desenlace en Egipto será mejor porque Mubarak no sepa aceptar un consejo y embarcar en un avión?

Pero es delicado extrapolar estos límites a la teoría de la decadencia estadounidense. ¿Decadencia con respecto a qué? ¿Con respecto al embriagador momento unipolar vivido inmediatamente después del derrumbe de la Unión Soviética? ¿O con respecto a los días más fríos de la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética enviaba apoyo militar y asesores a Siria, Egipto, Libia e Irak, tratando de obstaculizar las medidas estadounidenses a la mínima?

El académico Joseph Nye describe la tarta de varios pisos que es la influencia norteamericana. En el primer piso, la fuerza militar, América sigue sin rival. En el segundo piso, la influencia económica, el mundo lleva siendo multipolar un tiempo ya. En el tercer piso — el ámbito transnacional de los banqueros y los terroristas, Facebook y los piratas informáticos – el poder se reparte entre un amplio abanico de actores, tanto buenos como malos, que tienen ya capacidad para impulsar el 11 de septiembre de 2001 o el 25 de enero de 2011.

En el complejo cálculo de la influencia nacional, aquellos con la mejor versión, la narrativa más atractiva, llevan la ventaja. ¿El viejo dictador que aparece en la televisión estatal egipcia hablando de glorias pasadas parece ser realmente la tendencia de futuro en Oriente Medio? ¿Parece la teocracia iraní digna de emularse, la que en reacción a las protestas democráticas ha caído en el control militar? Estos sistemas se podrán imponer a tiros. Pero en las calles de El Cairo, la autonomía es la esperanza. Parece el sistema con más probabilidades de terminar en progreso, vitalidad social y avance nacional. Y lo parece porque es así.

Desde Franklin Roosevelt por lo menos, los líderes estadounidenses han considerado el atractivo de los ideales democráticos la fuente de la fortaleza nacional. América tiene ahora un control menos directo, digamos, en Alemania o Japón que en la década de los 50. Pero ambos son monumentos a la influencia norteamericana. Las democracias no siempre obedecen nuestra voluntad, pero a largo plazo son más estables y en la misma medida más pacíficas que los países gobernados de forma dictatorial por el capricho de un solo caballero. Las transiciones democráticas son difíciles e inciertas sobre todo en lugares de precedentes democráticos escasos. Pero considerar una revuelta popular contra un dictador opresor una muestra de la decadencia estadounidense es extrañamente ajeno a la historia y los ideales estadounidenses.

Michael Gerson

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