viernes, marzo 29, 2024
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La ayuda está, si la pedimos

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Pero ¿qué hacemos con los enfermos mentales que caminan entre nosotros, dando tumbos hacia lo que podría ser un enfrentamiento violento con la autoridad? Ese interrogante era planteado por docenas de lectores tras una columna la semana pasada acerca de nuestra incapacidad de detener a un tal Jared Lee Loughner mentalmente inestable camino del homicidio de Tucson.

Los atormentados correos electrónicos son un recordatorio de que versiones más livianas de la tragedia de Tucson tienen lugar todos los días. Gente mentalmente enferma asusta a sus padres, vecinos y amigos, pero la gente no sabe dónde pedir ayuda. Temen que el código ampare los derechos individuales del inestable, a costa de la seguridad de la comunidad.

Los relatos eran tremendos: Una mujer escribía sobre un hermano cuyo trastorno bipolar grave salió a la luz por primera vez cuando su madre «se escondió tras una puerta cerrada mientras él la golpeaba y trataba de echarla abajo». Cuando se personó la policía, dijo que no había nada que pudieran hacer, «dado que no ha causado daños a nadie».

Un padre describía a su hija enferma mental: «Puesto que es adulta, ninguna agencia iba a hacer nada hasta que demostrara que es un peligro para ella misma o para otros. ¡Así que esperaron hasta que trató de suicidarse (en dos ocasiones)!»

Una madre de Ohio describía que trató de ingresar a su hijo y le dijeron que lo tuviera medicado en casa. Cuando es lo bastante mayor, el joven «acaba en la calle sin medicación (su derecho) y en muchos casos es ingresado por ser un peligro para su seguridad o la de los demás». Vuelve al arroyo porque el seguro sólo paga seis jornadas de ingreso hospitalario.

«En muchos sentidos seguimos en la edad media en lo que respecta a las enfermedades mentales», escribe esta mujer.

Muchos de los que me escriben tienen miedo a demandas por nuestra pasividad. «Nadie quiere ser ya buen samaritano. Simplemente no vale la pena en el contencioso mundo de hoy», escribe un caballero.

Empujado por estos interrogantes, hice una pequeña investigación. Lo que encontré fue tranquilizador. Los expertos dicen que existen buenas vías para que las comunidades lleguen a los enfermos mentales sin privarles de sus derechos legales. Estos programas exigen dos cosas que no abundan, inquietud y fondos.

«Tenemos la costumbre de que cada uno se saque sus castañas, pero la gente debería poder llamar al sistema sanitario mental para que intervenga y se implique», dice Ira Burnim, director del departamento legal del Bazelon Center for Mental Health Law.

Lo que aúna estos remedios prácticos es que vinculan a la comunidad con las personas más inestables y aisladas en lugar de abandonarlas como bombas de relojería. Los psiquiatras tienen la obligación, por ejemplo, de advertir a las víctimas potenciales si un paciente amenaza con recurrir a la violencia. Los abogados defensores y los profesionales de la salud están a menudo obligados a informar a la policía si perciben signos de malos tratos. 

A raíz de la masacre del politécnico de Virginia en 2007, muchos centros universitarios han añadido asesoría psicológica. Virginia, por ejemplo, obliga ahora a que todos los centros tengan «equipo de evaluación de amenazas» para intervenir si un estudiante actúa de forma errática. Si un programa de este estilo hubiera existido en el Pima Community College de Tucson, Loughner estaría ahora en un centro de tratamiento, y sus víctimas seguirían con vida.

Lo que habría marcado la diferencia en Tucson es un enfoque conocido como Tratamiento Comunitario Asertivo, o ACT, dentro del que equipos de profesionales de salud mental pueden ser movilizados para ayudar en lugar de las fuerzas del orden. Los estudios demuestran que estos equipos ACT son muy eficaces. También son caros, pero tal vez menos caros que las alternativas de los hospitales o las cárceles.

Otro enfoque interesante es conocido como «tratamiento comunitario obligatorio». Un estudio preparado en diciembre por John Monahan en la Universidad de Virginia llegaba a la conclusión de que la gente con enfermedades mentales es más dada a solicitar tratamiento si ello es una condición para acceder a una vivienda o ayudas, o evitar la cárcel. Esta «influencia», como la llama Monahan, ayuda a las comunidades a manejar a la población sin techo que de otra forma estaría deambulando por las calles, aturdida y a menudo drogada. Entregarle simplemente una vivienda puede paliar sus síntomas según un estudio del psicólogo neoyorquino Sam Tsemberis, que dirige un programa llamado Vías a la Vivienda.

Y por último, existen programas voluntarios en todas las ciudades y municipios que intervienen con los Jared Loughner antes de volverse violentos. Una mujer de Tucson que ayuda a dirigir un programa allí llamado One-on-One Mentoring, me suplicaba en un correo electrónico: «La gente debe ser movilizada en pos de la causa. Hay que decirles que tiene algo que ofrecer. Animarla a intervenir. Decir a la gente lo que debe y puede hacer para evitar las consecuencias negativas de no hacerlo».

Dana Milbank

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