viernes, abril 19, 2024
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El purgatorio

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En “El País” del 13 de enero: “El Papa se enreda con el purgatorio” (con mayúsculas la palabra Papa, algo es algo). Eso en el título en portada. Luego, en la página 34, el titular se detalla: -En una nueva corrección del más allá, Benedicto XVI sostiene que “no es un elemento de las entrañas de la Tierra, sino un fuego interno”-. Y en el texto se presentan como una contradicción -“contra lo dicho por su predecesor”- las opiniones sobre el tema manifestadas durante su pontificado por el actual Papa y las que en su día expusiera Juan Pablo II. Y se asegura además que “la teología llevaba tiempo reduciendo a un cotilleo morboso la idea clásica del infierno”. Y se remacha: “la nueva escatología papal poniendo patas arriba la interpretación clásica de los textos sagrados … dejó fríos a los teólogos, pero causó gran revuelo entre quienes siguen enseñando a los niños los catecismos…”.

Pero, pregunto, ¿es que ustedes, señores firmante del artículo y editores del periódico, saben en qué consisten el cielo, el purgatorio o el infierno? ¿es que ustedes creen que lo sabe el Papa Benedicto? ¿es que ustedes piensan que lo sabe el teólogo Ratzinger, o el Papa Juan Pablo, o que alguien lo ha sabido alguna vez? Pues van ustedes de ala, de verdad se lo digo.

Como en tantos otros terrenos, los dogmas de fe han de explicarse con lenguaje humano, el cual es radicalmente incapaz de expresar con palabras adecuadas y exactas las realidades sobrenaturales. Más les valdría a ustedes haber leído a San Pablo: “ni ojo vió, ni oído oyó … las cosas que Dios ha preparado para los que le aman”. Y miren: el propio apóstol emplea términos genéricos -las cosas que Dios ha preparado, lo que Dios ha preparado- porque tampoco él pudo explicarse con mayor precisión, porque tampoco él sabía.

Nadie sabe. Cada uno se expresa del mejor modo que le resulta posible para hacerse entender en un momento dado de la historia y de la cultura, en un lenguaje familiar a cada pueblo y cada época. Pero las palabras están siempre esforzándose inútilmente por concretar una realidad inabarcable.  

Todas las religiones creen, ninguna sabe. Y lo que le aportan las religiones al hombre no es una superficial descripción del cielo o de la vida ultraterrena. Eso no pasaría de ser literatura o mitología. Lo que aportan, todas por igual -y en ello está su grandeza y su espléndida contribución a la grandeza del ser humano-, es el sentido transcendente de la vida: no somos pura química pasajera; somos creaturas salidas de las manos de Dios y que a Dios vuelven. Llamemos cielo al retorno a Dios; llamemos purgatorio al dolor de habernos apartado de Él; llamemos infierno a la renuncia definitiva a Él, a preferir  odiarle en vez de amarle. Tipifiquemos el cielo como la situación del alma cuando ya no necesita creer ni esperar, sino sólo amar; consideremos purgatorio a la situación en la que, no habiéndole amado lo bastante como para llegar hasta Él, es la esperanza lo que nos mantiene en el camino; pensemos en el infierno como en la situación en la que, aceptando la mentirosa promesa de la serpiente, los hombres deciden “ser como dioses” y rechazan al único verdadero Dios, cuya existencia conocen -tienen fe- pero ni esperan en Él ni le aman.

Estas verdades, que todas las religiones comparten, cada una la expresa de un modo propio, en el marco de las grandes limitaciones del lenguaje humano. En la doctrina católica, el cielo y el infierno son eternos, constituyendo la libre y definitiva elección del hombre: amar a Dios, u odiar el que haya un Dios que no sea yo; el purgatorio es pasajero, pues la esperanza desemboca siempre en el amor a través de la purificación, del fuego, del dolor, de la penitencia, sublimes actos todos ellos que conducen al Amor, como son producto del amor, y lo incrementan, los sacrificios que hacemos por darnos en ayuda de aquéllos a quienes amamos.

Y esta enseñanza de la Iglesia -que las demás religiones explican cada una a su modo, introduciendo diferentes numeradores sobre el común denominador de la creencia en la vida eterna en la que la creatura regresa a su Creador- es una oferta inmensamente positiva, propia de todas las Confesiones religiosas, en un mundo en que hoy la gran franja no divide a los credos unos de otros, sino a la visión sobrenatural del hombre frente a la visión meramente terrena. Aquélla eleva al ser humano hacia Dios; ésta lo abaja hacia la tierra. La opción es libre.   

Alberto de la Hera

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