jueves, abril 25, 2024
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Plegaria por los desmanes

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Las palabras también las carga el diablo. La tragedia de Arizona por la acción de un perturbado remueve el debate sobre la crispación política en Estados Unidos y el desenfrenado ataque verbal entre adversarios extremos. Siempre está el riesgo de que haya quien lleve al pie de la letra los acalorados desmanes. No entienden de metáforas quienes así actúan, sean trastornados o simples fanáticos.

Mientras permanece la vigilia por la suerte de la congresista demócrata Gabrielle Gifford a las puertas del Hospital University Medical Center de Tucson recae sobre el pesar común las andanadas acumuladas contra los otros. La niña Christina Taylor, de 9 años, una de las seis víctimas mortales de la matanza, se convierte en símbolo de la acción fanática. Murió por ella y llegó a la vida el 11 de setiembre de 2001, cuando caían las Torres Gemelas por la acción asesina de otros iluminados.

Qué importan ahora las preguntas sobre el estado mental del joven Jared Lee Loughner, de 22 años, presunto autor de los hechos, ante tanta desmesura. Gifford aparecía en una lista que la líder del Tea Party, Sarah Palin, puso en circulación sobre los enemigos a batir en las elecciones pasadas mediante una diana que apuntaba a los Estados de sus congresistas con el lema “no se retiren, recarguen”, un tropo infortunado que provocó la ira de propios y extraños. El ambiente previo a la tragedia no ha pasado desapercibido: “Solo hay que ver cómo responden estos desequilibrados a las bilis que salen de ciertas bocas” lamentaba el sheriff del condado de Pima, Clarence Dupnik. “Vivimos un momento de política polarizada en el que el odio está aceptado. Esto es exactamente lo opuesto a la democracia”, clamaba un ciudadano conservador.

Algo de ello sabemos en España, en Sudán, en Serbia o en Ruanda de cuando un fanático o un simple trastornado encuentra en algunos mensajes de odio el vínculo para su realidad. 

Pero sería un debate baldío que la plegaria por los desmanes buscara la raíz del mal en el adversario político, al que culparía de las desgracias, esquivando los propios, sin recaer en que sólo el mensaje de odio es el que resulta mortífero.   En una democracia no puede avanzarse sin controversias abiertas y debates descarnados. Si la frontera moral decae, la palabra no es inerme. 

En un inverso sentido, quienes se resisten a graduar los idearios por los que otros asesinan acaban contaminados; no pueden desembarazarse de los hechos cuando insisten en acusar a quienes luego son víctimas (de otros).  Algo sabemos de ello:  donde unos pintaban las dianas, otros apretaban el gatillo. Donde unos veían a las víctimas, otros les cargaban de culpabilidad. Y eran sólo palabras. Algunos quieren seguir retorciéndolas y cambiar los casilleros entre víctimas y culpables, pero el afán democrático obliga a una correcta aplicación del vocabulario.   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chelo Aparicio

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