jueves, marzo 28, 2024
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Oremos por Ricardo III

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La Capilla de San Jorge, ubicada en el interior del recinto amurallado del Castillo de Windsor, constituye el paraíso del anglófilo – una maravilla del Gótico Perpendicular, madre iglesia de la Muy Noble Orden de Eduardo III, lo más sagrado de la monarquía. Sentado en el Claustro durante las Vísperas, se está frente a la cripta de Enrique VIII y Carlos I. Detrás y delante está la colegiata de los Caballeros de Eduardo, coronada por banderas heráldicas. Encima está el palio real donde Victoria contemplaría el sepelio de su interminable luto.

En un momento concreto del servicio, se piden oraciones por los reyes, reinas y miembros de la familia Real que han ayudado a la orden. Fue la primera vez que he rezado nunca por el alma de Ricardo III, quien pudo o no ser responsable de la muerte de sus sobrinos. Supongo que todo el mundo bien vale una oración. Además, la unión espiritual de los fieles incluye una buena dosis de indeseables.


Esta peregrinación (hace unos años) me vino nostálgicamente a la cabeza mientras leía un artículo reciente del Guardian. «Esta Navidad», anunciaba, «quizá por primera vez, Gran Bretaña es una nación de mayoría no practicante». En 1985, según el estudio British Social Attitudes, el 63% de los súbditos de la Gran Bretaña se declaraba cristiano. En 2010 fue el 42%, diciendo el 51% no profesar absolutamente ninguna religión.


Toda esa historia pues – Thomas Cranmer y William Laud, súbditos y monárquicos, Enrique y sus esposas y Carlos sin su cabeza — ha producido gestos de indiferencia y aburrimiento. El próximo monarca seguirá jurando «proteger la Sagrada Religión Protestante del Reino Unido Establecida por Ley». Pero el sentido es cada vez más hueco. Primero una monarquía testimonial, luego una religión testimonial.


Gran Bretaña es la principal prueba de la tesis de la secularización — la idea de que la modernización y el raciocinio científico harán que las religiones marchiten y mueran. Que es patentemente falsa en lugares como África, La India o el mundo musulmán. Sólo en Europa se antoja cierta.


Hasta en Europa, no obstante, la hipótesis es menos convincente bajo escrutinio. El pasado europeo no es tan religioso como nos imaginamos. La conversión cristiana desde la periferia del Imperio Romano en adelante — en lugares como las Galias o Britannia – siempre fue una cuestión superficial y tendenciosa. Los gobernantes juraban su ortodoxia; los siervos decantaban sus apuestas por la hechicería y el animismo. Por la Baja Edad Media, la asistencia a los servicios religiosos era irregular, a menudo con razón. «Los fieles de la congregación», según el historiador Keith Thomas, «se empujaban para ocupar los bancos, se daban codazos con los vecinos, carraspeaban y escupían, tejían, hacían observaciones bastas, contaban chistes, se dormían y hasta dejaban armas».


Y el presente europeo no es tan secular como las cifras de asistencia religiosa apuntarían. La creencia espiritual está presente de forma generalizada, hasta en ausencia de afiliación religiosa formal.


Pero el acusado declive de las instituciones religiosas europeas no es algo baladí. Las instituciones codifican y transmiten la fe, dando lugar al Gótico Perpendicular arquitectónico y al Libro del Servicio anglicano. También pueden desacreditar a la fe, en especial cuando se vinculan de manera demasiado estrecha al orden establecido — aspirando a recibir sus favores, inmersas en sus juegos de poder o justificando escándalos. El apoyo de los diversos Ricardos de la historia tiene un precio.


Compare esto con la religión estadounidense, que tiene menos de heráldica y más de vitalidad. Todo el desfile histórico se describe bien en «American Grace», de Robert Putnam y David Campbell. Retratan «una población muy religiosa», fracturada por cuestiones sociales polémicas pero tolerante en general hacia las tradiciones religiosas restantes. La inmigración, las conversiones y el matrimonio mixto dan lugar a un culto de creencias que menoscaba el prejuicio asentado. Las congregaciones religiosas estadounidenses cultivan el compromiso público, creando ciudadanos generosos, activos y comprometidos.


Toda esta vitalidad reviste ciertos rasgos preocupantemente estadounidenses — ignorancia teológica generalizada, tendencia a lo anodino, conversión del credo en un pasatiempo. Pero la imagen general que proyecta «American Grace» es la de un mercado fluido de religiones favorable a la propia fe.


Este avance estadounidense tiene muchos motivos, pero destaca el compromiso con la libertad religiosa — originado en las luchas de los Protestantes británicos, pero aplicado de una manera que el mundo no había visto antes. No hubo Iglesia de América porque la fe cristiana estaba comprometida por alianzas seculares y porque la verdadera fidelidad a Dios no se podía imponer. Al alumbrar este sistema, los Padres de la Nación demostraron que el secularismo no es esencial para el progresismo político. El pluralismo basta.


El declive en la posición de tantas instituciones religiosas es innegable. Pero esto no se puede extrapolar al final de la fe religiosa. Las instituciones envejecen y sufren los achaques propios de la edad. La fe, en libertad, es permanentemente novedosa.

Michael Gerson

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