viernes, abril 19, 2024
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Con Ray Bradbury

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El tiempo es un tobogán. Y bien, la noticia de que hace poco tiempo ha cumplido 90 años me hizo revivir el día que ví a Ray Bradbury, en la “Feria del Libro” de Buenos Aires, hace unos cuantos años. A mi lado, apoyada en varios de sus libros, tengo una fotografía: me la tomaron en el momento de saludarlo. Ahí estoy. La observo mientras escribo.

A Ray Bradbury lo recuerdo como un hombre obeso, con el cabello como algodón, y simpatiquísimo. Nunca había conocido a un uruguayo, me dijo. Y agregó que recordaba haber recibido un libro y unas cartas de un escritor de ese país que desconocía, al cual le respondió, naturalmente. Y ese escritor, para su sorpresa, era yo mismo. Con una audacia juvenil como para ello le había enviado mi primer libro de cuentos. Acto seguido, le comenté que conservaba sus dos cartas, una de ellas firmada con un bolígrafo de color verde. También le mencioné que ambas tenían un logotipo extravagante: una suerte de casa alargada (de extremo a extremo de la hoja) cortada, abierta; una casa de dos plantas poblada de dibujos. Personas en sus muchas habitaciones y, en una de ellas, en el segundo piso, un caballo. Sonrió; me comentó entonces que las había escrito  en su antiguo estudio, al que iba cada mañana caminando, porque no sabe conducir autos, y donde escribía todos los días menos los domingos.
   
Recuerdo haberle preguntado cómo hacía para escribir, día a día, una historia diferente, cómo lograba estar siempre inspirado. La verdad es que puede considerarse maduro a un escritor cuando ha aprendido a no tomar demasiado en serio aquello que lo rodea. Lo decía Borges. Y me contó entonces que tenía una caja rebosante de anotaciones, con argumentos que se le habían ido ocurriendo a lo largo de la vida, y que ellos le daban sus temas. Pero el secreto para llegar a la esencia emotiva consistía en escribir de acuerdo al estado de ánimo. Si estaba muy feliz, escribía poesía (no conozco sus poemarios); pero en cambio, si lo tentaban a deslizarse las siempre bien dispuestas laderas de la melancolía, entonces optaba por escribir un cuento ambientado en los días de la infancia, cuando sus padres estaban en los sillones, en la terraza de su antigua casa, bajo un mundo de estrellas. ¿Cuántos cuentos llevaba escritos? No lo sabía; sin duda eran más de tres mil.
   
He leído, después, que los astronautas le han dicho que fue un héroe para todos ellos, cuando en la infancia leían sus historias espaciales. Que, asimismo, él atribuye a ese afecto que en el viaje a la luna bautizaran un cráter con el nombre de uno de sus libros más leídos. Y, también, que escribe sus cuentos procurando la emoción de sus lectores pues ese es cometido de la literatura. Todo por sentir. Nos despedimos, poco después, pero el breve encuentro con el ilustre maestro de la “ciencia ficción”, sigue vivo en la memoria.

Rubén Loza Aguerrebere

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