martes, abril 16, 2024
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El ejercicio intelectual de destrucción política

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Cuando viajo fuera, escucho a los extranjeros especular con cada vez mayor frecuencia que Estados Unidos es un país en declive, con un sistema político y económico endeble. Esa opinión de una América desgastada probablemente se extenderá tras las legislativas, a menos que los políticos encuentren la forma de trabajar juntos y tomar decisiones.

Considere las pruebas recientes de descortesía hacia América: China rebajó su calificación de la deuda estadounidense el pasado fin de semana; Corea del Sur rechazó la presión estadounidense favorable a un nuevo acuerdo comercial; naciones asiáticas y europeas se aliaron para protestar por los planes de la Reserva Federal de inflar la masa monetaria para estimular el crecimiento.


Lo que ve el mundo, me temo, es a un presidente estadounidense débil que no está solucionando los problemas económicos nacionales, y ya no hablemos de los globales. Pero eso es más un síntoma que una causa. Lo que está sucediendo a un nivel más profundo es la ruptura de la capacidad de encontrar consenso y tomar decisiones del sistema político estadounidense. Washington no funciona, como siguen insistiendo críticos del movimiento de protesta fiscal a la izquierda progresista.


El mensaje de las dos últimas elecciones es consistente, si se toma perspectiva con respecto a la aparente oscilación entre izquierda y derecha: los electores están indignados con un proceso legislativo que piensan favorece a la élite e ignora al ciudadano de a pie; han perdido confianza en la administración y quieren cambio. Las dos formaciones tratan de desviar este mensaje en su propio beneficio, lo que sólo agrava el desencuentro partidista.


Es una especie de ejercicio intelectual de destrucción política: cuantos más votantes dicen querer romper con la cultura de iniciados de Washington, más poderoso se vuelven los grupos de interés de financiación privada — con una moratoria paralela a la capacidad del Congreso de legislar. Tome cualquiera de las cuestiones por las que la gente dice preocuparse — inmigración, déficit, reformar el régimen fiscal, recorte militar y otros recortes del gasto público — y encontrará pruebas de este inmovilismo.


La polémica maniobra de la Reserva para estimular la economía adquiriendo títulos de deuda pública a través de la «flexibilización cuantitativa» (una forma pomposa de decir poner dinero en circulación) es en sí misma producto de este estancamiento político. Apostaría que el gobernador de la Reserva Ben Bernanke prefiere un estímulo fiscal centrado en los fondos de áreas que supondrían una rentabilidad rápida, como la inversión en infraestructuras. Pero cuando tu sistema político está averiado, esos remedios fiscales están descartados — de manera que la Reserva tiene que acometer una estrategia monetaria arriesgada en solitario.


El unilateralismo de la Reserva desconcierta a los demás países, comprensiblemente. Se esperaba que tras los años Bush, Estados Unidos volviera al orden normal — trabajar a través de sus alianzas tradicionales y las instituciones globales para sacar de la convalecencia a la economía mundial. Nuestros socios comerciales no deben sorprenderse de que Bernanke decidiera anteponer los intereses de la mano de obra estadounidense a los de China o Alemania. Pero aparentar con tanta claridad estar anteponiendo nuestro propio bienestar conlleva un coste. Otros países van a hacer lo propio.


Volvamos al problema central, que es Washington. Una interesante crítica es una nueva obra llamada «Fuera de sí», de Scott Rasmussen y Douglas Schoen, que explora los orígenes de la indignación populista que encuentra salida en el movimiento de protesta fiscal. Ellos argumentan que la revuelta es más profunda e incluye a la izquierda en la misma medida que a la derecha.


He aquí algunas cifras preocupantes de «Fuera de sí»: Según sondeos de Rasmussen, el 86% de la élite está convencida de que el país «se dirige en la dirección correcta», en comparación con el 19% de la gente de a pie; una muestra amplia de la élite cree que la economía mejora, mientras el 66% de la ciudadanía cree que empeora; el 74% de la ciudadanía dice que el sistema político está averiado, al tiempo que el 77% de la élite dice que no. Los sondeos de Rasmussen han recibido críticas en el pasado pero desde luego estas cifras reflejan tendencias reales.


El interrogante de 2011 es si esta indignación populista puede lograr o no su objetivo aparente — lograr el cambio real en la forma en que funciona Washington. Esto significa empezar a solucionar problemas difíciles como el déficit presupuestario, que preocupan con razón a los activistas fiscales. Los líderes de la nueva comisión bipartidista esbozaban el pasado fin de semana una vía a la solvencia fiscal — precisamente lo que tendría que concentrar el apoyo de esos votantes hartos.


Si Republicanos y Demócratas pudieran aunar esfuerzos para tomar las difíciles decisiones que hacen falta para implantar por lo menos parte de las reformas de la comisión bipartidista, entonces éste podría ser un momento de cambio de verdad. Eso es lo que quieren los votantes, no más berrinches y traumas de Washington. Pero lograr el cambio exige una dirección fuerte y un mecanismo político saludable — dos cosas que América necesita con urgencia ahora mismo.

David Ignatius

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