miércoles, abril 24, 2024
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Una voz necesaria

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Se cumple en junio un año del adiós del historiador y ensayista argentino José Ignacio García Hamilton, destacado intelectual liberal, a quien debemos una vasta caudalosa que destella por la mirada profunda de sus ensayos sobre nuestra convulsionada Sudamérica. Y resultan imprescindibles sus biografías de Sarmiento, Alberdi, Bolívar y San Martín y, finalmente, la de Juan Domingo Perón, aparecida póstumamente.

Periodista desde muy joven, abogado y profesor universitario, durante la dictadura argentina fue perseguido y vivió días difíciles. Nada doblegó sus ideas de libertad. Queremos, pues, recordarle, mencionando algunas de esas ideas desarrolladas precisamente en uno de sus libros emblemáticos: «Por qué crecen los países«. En el primer capítulo, siguiendo su peripecia personal y familiar, trazó el retrato de una vida y de una generación. Y de esa manera analizó el desarrollo, el crecimiento y la declinación de naciones latinoamericanas.

Veamos algunas de sus observaciones. García Hamilton señalaba al «Martín Fierro» como el arquetipo del gaucho que se hizo violento; también analizó la personalidad de Eva Perón, a la que definía como «La Dama buena que regala lo ajeno». Señala, a ambos, como paradigmas de estos países que sustituyen el trabajo por la dádiva.

Hablando de Estados Unidos, decía García Hamilton: «El funcionamiento del esquema institucional basado en la descentralización y la vigencia competitivos resultó tan apto que, al cabo de poco más de un siglo, al terminar en 1918 la Primera Guerra Mundial, el país ya había sobrepasado a Inglaterra y ocupaba el primer puesto en la economía mundial». Y, como contracara, vio en los países, cuyo sello es -sigue siendo- la concentración del poder, lo contrario: «En la realidad rusa, Lenin y Stalin ejecutaron a millones de seres humanos con el fin de construir la utopía de un mundo ideal, sin lo ‘tuyo y lo mío’, a través de la dictadura del proletariado».

En cuanto a los sistemas dictatoriales en nuestra América, escribía que han procurado la «felicidad de los pobres» y analizaba a Velasco Alvarado en Perú y la dictadura cubana de Fidel Castro (por cierto, al escritor le impidieron entrar en la isla), señalando que estos regímenes afectaron profundamente el derecho a la propiedad tanto como las garantías cívicas. Y de los sistemas autoritarios y populistas escribía: «aunque sus dirigentes se llenen la boca con expresiones retóricas de amor al pueblo, no sólo impiden las libertades sino que condenan a las poblaciones a vivir en la pobreza».

Era un hombre erudito, generoso como todos los verdaderamente grandes, y puedo decir que nos unía la amistad. En los veranos de Punta del Este compartíamos desde hace años una tertulia literaria, con escritores argentinos como Alejandro Paz, Gustavo Bossert, Rodolfo Rabanal, Sergio Renán y el español Fernando Díaz Plaja). Pensaba del balneario uruguayo que «es lo más parecido al primer mundo que tenemos en Sudamérica». Nos vimos asimismo en encuentros de la Fundación Libertad, donde Vargas Llosa lleva siempre la antorcha. Tenía 65 años. Fue velado en el Parlamento argentino, al que pertenecía, como diputado por el Partido Radical. Sus restos descansan en su Tucumán natal. Y se añora su voz, una voz necesaria. Basta abrir cualquiera de sus libros, ahora que no está entre nosotros, para advertir que sus palabras destilan higiene civilizadora. Que nos unen en torno a la libertad. Que emocionan. Que están vivas.

Rubén Loza Aguerrebere

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