sábado, abril 20, 2024
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Tribulaciones de un pensionista

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Eusebio comenzó a trabajar, como asalariado, en la tahona de un pequeño pueblo soriano el día en que cumplió los dieciséis años. Desde entonces ha pasado su existencia bregando con harina y agua, levadura y semillas, azúcar y sal, sintiendo el calor del horno y el olor a pastelillo en el obrador.

Se levantaba cuando la noche todavía hacía temblar, desde las farolas, las sombras de la plaza mayor, y escuchaba el tenue zumbido de los filamentos incandescentes cuyo monótono sonsonete acrecentaba el sopor que se colgaba de sus párpados. Al llegar a la verja que protegía la puerta de la panadería, introducía la llave, la giraba y empujaba el enrejado ejerciendo fuerza hacia arriba, despertándose con el ruido que producía el acero al deslizarse por las ranuras guía. De esta forma transcurrían las semanas, viendo cómo aparecían en su cuerpo arrugas, canas y artritis, soñando con el descanso futuro, lustro tras lustro, tratando de mantener el frágil equilibrio de ese trasiego llamado vida.

De su nómina le descontaban un dinerito que el Gobierno gestionaría para asegurar su bienestar presente y venidero, una cantidad que le ayudaría a vivir cuando fuese anciano, cuando sus quebradizos huesos no le permitiesen soportar, por más tiempo, el peso de la echadera.

El día previo al de su jubilación, sus amigos y clientes del pueblo organizaron una fiesta en su honor. Los vecinos no paraban de decirle lo afortunado que sería durante su retiro pues cobraría una paga sin trabajar, ¡menudo chollo! Cuando escuchaba estas palabras, Eusebio se encogía de hombros.

-¡Claro que voy a cobrarla! -pensaba-, han cogido parte de mi salario, lo han gestionado por mí y ahora me pagarán mi asignación mensual porque me la he ganado con mi esfuerzo, porque la he ahorrado.

Cuando se jubiló, Eusebio sonrió a la vida, respiró la mañana tranquila y soñó la noche silenciosa en que se acostaría tarde y dormiría hasta el mediodía; sin embargo, un día de mayo escuchó que el Gobierno anunciaba la congelación de su pensión, la suya, la de él, la que había cedido mensualmente sin rechistar durante tantos años de afanosa labor.

-Lo llaman congelación -dijo para sí-, claro, porque tieso me dejarán, seguro.

Entonces recordó las palabras de un empresario cervecero cuando, hace muchos años, despidió a alguno de sus trabajadores diciendo que tenía que ‘adelgazar la organización’, cosas del lenguaje, adelgazar y congelar, palabras con las que definir paro y precariedad.

El animoso Eusebio, muy enfadado, activó sus artríticas piernas y se acercó al chalé del señorito abogado con la intención de denunciar al Gobierno por apropiación indebida o como quiera que se llamara esa cosa que los ministros pretendían hacer con su dinero.

Mariam Budia

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