viernes, abril 19, 2024
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La conquista del Rey

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Durante la larga espera de los años sesenta, muchos españoles, y entre ellos numerosos periodistas, teníamos ocasión de hablar con Don Juan Carlos, bien en relajados encuentros delante de una taza de café, o en los largos viajes en los que algunos le acompañamos en misión informativa. El entonces Príncipe solía departir en la sobremesa o en la cabina -viajábamos en el mismo avión-, y aunque raramente se permitía lo que pudiéramos considerar indiscreciones, todos intuíamos al final de la década, cuando ya había sido designado sucesor a título de Rey en la Jefatura del Estado, la gran incomodidad que le deparaba la situación en los estertores de la dictadura. Estertores que habrían de prolongarse hasta la muerte de Franco en noviembre de 1975.

Maltratada su imagen por la prensa del régimen y objeto de chascarrillos venidos de la extrema derecha, Juan Carlos de Borbón se mantuvo siempre en un papel de digno distanciamiento, pese a las obligadas comparecencias junto al Caudillo o en actos que a buen seguro no eran de su agrado, como los que resignadamente tuvo que soportar rodeado de camisas viejas y boinas rojas. Jamás se quejó ni de las maldades de los periódicos falangistas ni de los feos que hubo de aguantar de recalcitrantes franquistas que, sencillamente, le odiaban. De no pocos de estos incidentes fuimos testigos los informadores y están escritos en libros publicados después por una docena de compañeros. Recuerdo especialmente el día del entierro de Carrero Blanco: el Príncipe presidía el cortejo fúnebre que había partido del Palacio de la Presidencia del Gobierno, y Castellana arriba, en medio de los compases de la marcha Amarguras, de Font de Anta, y de un sobrecogedor silencio, pudimos escuchar algunos gritos, cuando menos de mal gusto, después de que a la salida del féretro un coro de ultras la emprendiese también con el cardenal arzobispo de Madrid: “¡Tarancón al paredón!”, sólo escoltado por la frágil figura del padre Martín Patino.

Entre las pocas cosas que entonces podía decir el Príncipe recuerdo una constante en todas sus conversaciones con los periodistas: “Quiero ser el Rey de todos los españoles”. También repetía con frecuencia el ferviente deseo de que el comienzo de su reinado coincidiese con una etapa de bonanza económica en España. Esto último no fue así hasta que dos años después los Pactos de la Moncloa comenzaron a enderezar la maltrecha hacienda nacional, administrada en régimen autárquico por lo menos hasta el Plan de Estabilización de Ullastres de 1959.

Cuatro décadas después de aquellas confidencias de Don Juan Carlos podemos decir sin margen de error que el Rey lo es de todos los españoles. Promulgó con su firma la Ley de Amnistía, terminó con el exilio, se legalizaron todos los partidos políticos, incluido el PCE, y se aprobó en referéndum la Constitución que contiene el mayor grado de libertades en la Historia de España. El Rey viaja por todo el territorio nacional, se entrevista con los más diversos representantes de la política, la economía, los sindicatos, la cultura y aprieta cientos y cientos de manos, lo que le ha producido a lo largo de los años un cierto desgarro muscular en el omóplato. Bien es sabido que los españoles saludamos con mucha efusión.

Ni el más optimista de los mortales podía imaginar a la muerte del Generalísimo que la monarquía parlamentaria iba a ser el bálsamo que uniera sin fisuras a todos los españoles, y ahí está para desconcierto de nostálgicos republicanos el índice de aceptación de la institución, bien vista por ocho de cada diez ciudadanos, según el CIS. Casi los mismos que se inclinan por un cambio en la Constitución para que en la línea de sucesión deje de tener preferencia el varón sobre la mujer. Algo lleno de lógica en tiempos en los que la igualdad entre sexos es una realidad en nuestro país.

Las conquistas del Rey no han terminado, y su prestigio internacional goza de relevante lugar entre los jefes de Estado de todo el mundo. Quienes creemos que Juan Carlos I ha sido proverbial para España, hemos vivimos el pasado sábado horas de incertidumbre hasta que los médicos del Hospital Clínico de Barcelona anunciaron la buena nueva. Ese rato de ansiedad, como si se tratara de un familiar querido, es elocuente del cariño y del respeto general que se ha ganado a pulso en treinta cinco años de reinado el primero de los españoles.

Una última anotación importante. Se puede considerar como modélico el papel de la Casa del Rey al tratar con tanta inteligencia y tacto la información sobre el proceso quirúrgico. La transparencia con que se ha actuado, sin alarmar innecesariamente de haberse adelantando la noticia a finales de abril, y provocando al término de la operación una rueda de prensa de los facultativos, en la que los periodistas pudieron preguntar sin cortapisas, es todo un ejemplo de buen hacer en caso tan delicado y siendo el sujeto de la información nada menos que el Jefe del Estado.

Francisco Giménez-Alemán

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