viernes, abril 19, 2024
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La factura de los herederos

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En mi tierra, una de las mayores preocupaciones de la gente humilde (la mayoría) era no causar mucho estropicio a la familia llegada la hora de partir para el otro barrio. El recorrido vital se orientaba a permanecer con la mayor dignidad posible, a la vez que se acumulaba una pequeña cantidad de dinero destinada a sufragar los gastos del inevitable sepelio una vez llegado el momento. Puestos a no repartir herencia, mejor no dejar sin pagar la cuenta del último viaje. El acto de no dejar con la carga a los sucesores de la saga familiar siempre me ha provocado un profundo respeto por unas gentes acostumbradas a trabajar de sol a sol sin mayor recompensa que ver a sus hijos crecer y poder acceder a los estudios que ellos nunca pudieron soñar. Que los que dejo no paguen porque les dejo.

Hace años, unos aguerridos vaqueros defensores del mundo libre, liderados por una mala imitación de Chuck Norris que dormía en la Casa Blanca, decidieron sacar los caballos del establo y darse una vuelta por Oriente Medio. Primero mandaron a sus respectivos ejércitos, los de los ciudadanos que les habían dado la confianza para hacer realidad las aspiraciones e ilusiones de sus respectivos países, y que estos pusieron al servicio del colega tejano para terminar con una bronca que tuvo su padre en los noventa, y de paso asegurarse el suministro de oro negro para los suyos, que gastan gasolina como si se bañasen en ella. La cuestión terminó en guerra, cientos de miles de muertos entre los habitantes del país que determinaron invadir avalados por su propia testosterona, y algunos miles entre los jóvenes soldados y personal de inteligencia que enviaron al desierto. Un día dijeron que la guerra había terminado, pero los muertos se siguieron contando.

Poco a poco, los señores de la guerra fueron abandonando el poder. Se marcharon tranquilos a sus retiros dorados. Uno a su rancho; otro quiso ser estadista; y nuestro compatriota al lucrativo negocio de las conferencias in english o en lo que se tercie. En sus rostros nunca se observó otra cosa que no fuese la satisfacción por el deber cumplido, y probablemente pensaron que sus herederos políticos serían también partícipes de la misión terminada que les legaban bajo el colchón de sus residencias oficiales. Pero ocurrió que el llamado a ocupar el sillón del español, designado tras diversas y complicadas operaciones en un cuaderno azul, se quedó sin saborear las mieles del triunfo, derrotado por un señor de León que siempre había comentado lo poco acertado de las aventuras bélicas de su predecesor. Más tarde, cuando el tejano se marchaba por obligación, el elegido para sucederle mordió el polvo a manos de otro discrepante con el asunto de las invasiones. La historia se repetía. ¿Habrían hecho algo mal?

Ayer se cerró el círculo. El último de los herederos sí llegó a gobernar. Su mentor político le dejó la silla porque no quiso terminar su mandato, lo que al menos llevó al designado a disfrutar durante un tiempo de lo que se sentía con el botón del fin del mundo en las manos. Ahora, sometido al juicio de sus semejantes, a la opinión de los ciudadanos expresada en el voto, ha corrido el mismo destino que sus compañeros herederos.

Al contrario que las buenas gentes de Castilla, Bush, Blair y Aznar no pensaron en los que dejaban, y mucho menos en lo que les dejaban. Camparon a sus anchas por un mundo que creían a sus pies, enchidos de soberbia y borrachos de poder, mientras gastaban la herencia y no dejaban crédito para lo que pudiese venir. Rajoy, McCain y ayer Brown, terminaron pagando las facturas de la fiesta bélica. Sus admirados líderes mundiales agotaron la fortuna política en su particular juego de estrategia continental, y cuando abrieron la caja sólo había pagarés. Eran una deuda con el pueblo, que para cobrar tiene más memoria que los mejores banqueros. Al fin y al cabo, los herederos también participaron de la juerga, y terminaron pagando todas las copas. Puede que Brown gobierne gracias a la aritmética parlamentaria fruto de un sistema electoral caduco, pero el mensaje ha sido claro.

Ion Antolín Llorente

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