jueves, abril 25, 2024
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Diez años después

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Frente a mi mesa de trabajo tengo la portada de El Mundo del 8 de mayo del 2000, lunes, en la que se da cuenta del asesinato de José Luis López de Lacalle. Quiero que siga ahí, siempre, como homenaje al inteligente y valiente amigo. Sin embargo, no la necesito para recordarle: desde aquel día no le he olvidado ni uno solo.

Aquel maldito domingo me despertó el teléfono. Un redactor de la cadena COPE me informó de que acababan de tirotear a José Lu¡s en Andoain. “Pero está vivo -me dijo-. ¿Podrías hablar de él a los oyentes?”. Acepté tratando de sobreponerme a la angustia y a un imperioso sentimiento de culpa, que formulé allí mismo tartamudeando: yo había sido el que le llevó a El Mundo, el que le animaba a integrarse más y más en el periódico, el que reclamaba sus opiniones y comentarios sobre los acontecimientos políticos, el que le había metido en aquel atolladero… Y en ese momento el locutor me interrumpe y anuncia que ha muerto, que ha sido asesinado, que nadie pudo levantarle del suelo con vida ni para un último intento de salvarle. Quedará para siempre la fotografía, de la que quiero apartar la vista sin conseguirlo cada vez que la veo, que muestra su cuerpo cubierto por una sábana blanca y, en el suelo, el paraguas y una bolsa llena de periódicos. Es fácil imaginarle con el paraguas y los periódicos y, de paso, recordar su sentido del humor, su ironía.

Estábamos juntos, tiempo atrás, en el comienzo del verano de 1987, al término de un homenaje en San Sebastián al músico José María Usandizaga organizado por el director de orquesta Javier Bello Portu, que había sido el que me presentó a José Luis. El escultor Jorge Oteiza empezó a despotricar de los que se refugiaban allí de la lluvia con aspecto de contrariados: «Parece mentira que, siendo vascos, se quejen de la lluvia». A José Luis le hizo gracia la ocurrencia y me la recordaba a menudo. Una tarde en la que nos quejábamos nosotros del País Vasco pregunté cómo se podía soportar todo aquello y él, tras una de sus risotadas y acordándose de aquel encuentro con Oteiza, me dijo: “Con mucha paciencia y un buen paraguas”. Ese mediodía, en el Hotel de Londres, había estado con Gregorio Ordóñez, al que conocí cuando era un adolescente de pequeño tamaño, con una abundante pelambrera negra, siempre activo y nervioso, sin guardarse una palabra en el magín, como si ya desde muy joven antepusiera el ser como él quería ser a la prudencia que considera las consecuencias de cada palabra.

Luego vino, sin perder un ápice su naturalidad y convencimiento, su carrera política. En nuestro último encuentro, viendo desde los ventanales del Hotel de Londres la playa de La Concha, le pregunté si la política era de verdad apasionante. Con un deje de melancolía respondió: «Sobre todo es agotadora…» y como si quisiera dejar constancia de que otras cosas eran más importantes, añadió: «…pero ahora estoy casado y tengo un hijo que no me lo merezco». Puedo recordarle diciéndome entre carcajadas que discrepábamos en todo menos en «lo fundamental». Estaba entonces preocupado y ocupado en la búsqueda de topos de ETA en la Policía Municipal y contaba los entreverados vericuetos de su investigación como si fuese una novela construida entre el misterio y el terror. Levantaba la voz, agitaba las manos, se palpaba su angustia. Ya no había en nuestra conversación anécdotas del pasado común ni bromas sobre nuestras discrepancias. Como para quitar tensión a su relato, quizá con una sonrisa que se me quedó helada, le dije: “Gregorio, tranquilo, siempre has sido un exagerado”. Me miró con desconsuelo y respondió. “¿Exagerado? Cuando me den un tiro ya me dirás si soy un exagerado”.

Diciembre del 2004. Esa misma tarde, cuando le contaba la conversación y la referencia al tiro que podían darle, José Luis López de Lacalle me dijo: “Créele”. “¿Sí?”, pregunté. “Sí, no hay más que leer los periódicos”. Los periódicos, también presentes en la tremenda fotografía del escritor asesinado cinco años después. Tenían que estar allí, junto a él: era un lector voraz, siempre atento a los argumentos de los demás, a los que coincidían con sus ideas y a los de quienes discrepaban con él. Para sus críticas políticas no elegía el flanco más débil del adversario, sino el más sugerente, pero sabía leer entre líneas, analizar, no engañarse con los hechos. Era así, inteligente y bueno. Poco más de un mes después, cuando Ordóñez celebraba en un restaurante del Casco Viejo donostiarra su elección como candidato del PP a la alcaldía, un terrorista de ETA se acercaba a la mesa, colocaba la pistola sobre su nuca y disparaba. No exageraba, ciertamente, bastaba con leer los periódicos.

El hombre que estaba debajo de aquella sábana blanca había nacido en Tolosa 62 años antes. Su familia, con pocos recursos económicos, vivía a las afueras de la villa foral y todos tuvieron que trabajar desde muy jóvenes. Pero José Luis mostró siempre un enorme afán de cultura y se reunía frecuentemente con algunos amigos intelectuales, como José León Careche, Enrique Pradera y el ya citado Javier Bello Portu, en interminables conversaciones literarias o musicales. Ellos le acercaron a Pío Baroja, a Luis Martín Santos y otros escritores vascos, a los que trató cuanto pudo y leyó siempre. No sólo a ellos: sorprendía, en un hombre que trabajaba en la industria y se iba haciendo a sí mismo, que poseyera tan detallado conocimiento de algunas obras de la literatura española que le conmovían: La Regenta, Fortunata y Jacinta, etc.

También fue comprometiéndose poco a poco en la política. Inquieto siempre, preocupado por cuanto ocurría a su alrededor, sentía aversión a cualquier atentado contra las libertades y los derechos individuales, tanto en el ámbito político y social como en la vida empresarial. Se afilió muy joven al Partido Comunista de la mano de Enrique Múgica a finales de los 50 («Resulta paradójico ahora -solía comentar-, pero hay que recordar que la verdadera oposición al franquismo estaba allí») y participó en la fundación de Comisiones Obreras. Aquella «clandestinidad total» de la que hablaba con sorna no le impidió ser un militante activo y sin duda serán hoy muchos los que recuerden con qué pasión intentaba sumar voluntades a la lucha contra el franquismo. Y como, en realidad, la clandestinidad no era tan «total», fue perseguido y encarcelado durante más de cinco años. Contaba su estancia en Carabanchel sin rencor, como una aventura más de la que se sentía orgulloso por lo que la había motivado, pero sin apegarse jamás a una estéril manifestación de victimismo. La cárcel, que compartió entre otros con Marcelino Camacho y Gerardo Iglesias, era fuente de constantes anécdotas y chistes. Porque José Luis gustaba de contar chistes y de rebuscar el lado divertido de todo, seguramente para convertir en amable la vida de quienes le rodeaban.

Para los que tenía más cerca era «Cuscús». El apodo se pierde en los tiempos de la clandestinidad (de cuscusear o curiosear en todos los sitios, dicen algunos mientras otros lo niegan), pero sirvió siempre para mostrar su afán de saber y de estar enterado, así como su talante divertido e irónico, abierto a conversaciones interminables, amigo de sus amigos, empeñado en sacarle todo el jugo a la vida. Entre sus amigos estaba el escritor Raúl Guerra Garrido, al que recuerdo en interminables y sonoras tertulias con él y con Javier Bello Portu, el patriarca que nos unía a todos. Guerra Garrido contaba que, a menudo, José Luis se presentaba en su casa de San Sebastián y charlaban hasta la madrugada. Como no tenía coche, el escritor le llevaba a Andoain en el suyo y “allí, junto al portal de su casa, en el lugar en que le asesinaron” seguían y seguían hablando. No se trata ahora de analizar la obra literaria de Guerra Garrido, que ha sido justamente premiada y avalada por los críticos y los lectores, pero sí de destacar que nadie como él ha llevado a sus páginas, con la valentía y el coraje cívico que ha demostrado siempre, la vida del País Vasco, la verdadera vida del País Vasco, la que él mismo ha vivido perseguido por defender la libertad y la democracia. Padece nuestro país, sin duda, una suerte de enfermedad moral, pero los mejores de entre los vascos no han podido mirar de lado y quedar paralizados por el miedo o la desidia. Entre ellos está, en primera fila, José Luis López de Lacalle.

“¿No escribiremos demasiado?”, le pregunté un día a José Luis, receloso de la continuidad y la urgencia del periodismo. “Demasiado no -me respondió con una de sus risotadas, el problema es que lo hacemos peor que Raúl”. Las lecturas del periodista asesinado se conjugaban muy bien con el gusto por la buena mesa, aunque no en todos los lugares encontrara su plato preferido, el arroz con almejas, que degustaba con placer en el Clery donostiarra. Le apasionaban lo que llamaba paseos y eran verdaderas caminatas. En el verano de 1999 hizo el Camino de Santiago y algunos de los que lo comenzaron con él lo dejaron antes de finalizar. Pero no José Luis, que se proponía las metas como obligaciones. Relataba divertido los últimos kilómetros recorridos junto a un anciano que se sorprendía de que los jóvenes se cansaran tan pronto y que le repetía a cada rato: «Qué juventud, si hay otra guerra nos va a tocar a nosotros de nuevo».

Lo contaba divertido, quizá, porque a él, tras el franquismo, le había tocado otra batalla, esta vez contra el totalitarismo etarra. José Luis López de Lacalle fue uno de los fundadores de Izquierda Unida en el País Vasco, aunque pronto de desligó de esta coalición, a la que criticó después duramente por su presencia en el citado Pacto de Estella. Tras dejar Izquierda Unida se acercó a los socialistas vascos, algunos de ellos viejos amigos con los que había coincidido en el PC (como Enrique Múgica) o en negociaciones laborales del sector del metal (en las que José María Benegas representaba a UGT y José Luis a Comisiones Obreras). No estuvo afiliado al PSOE pero, como independiente, se presentó con este partido a las elecciones al Senado por Guipúzcoa y suscribió algunos manifiestos en apoyo de algunas candidaturas socialistas como la de Odón Elorza al Ayuntamiento de San Sebastián, del que después se distanció políticamente, y la de Nicolás Redondo a lehendakari, con quien hasta su asesinato mantuvo una sólida amistad. Antes de las elecciones autonómicas vascas de octubre de 1998 se adhirió a la plataforma «Razones», que apoyó las listas socialistas y negoció con el PSOE la presencia en ellas de algunos independientes.

Razones, desde luego, José Luis tenía muchas. Se podía discrepar de él, incluso le gustaba para iniciar larguísimas discusiones, pero siempre estuvo dispuesto a ser convencido. Vigoroso mientras no se le demostrase que estaba equivocado, si era el caso, pero abierto a la duda, al escepticismo mientras no se atacaran los derechos humanos y las libertades, en cuya defensa, afortunadamente para sus amigos y lectores, era tan valiente como intransigente. El 7 de mayo, un par de horas después de la noticia en directo del asesinato de José Luis López de Lacalle, al llegar a la redacción del periódico, yo también me derrumbé y lloré allí desarbolado y desconsolado como no recuerdo haberlo hecho en ninguna otra ocasión.

Era mi amigo. Mejor: yo era uno de sus muchos amigos. Todos ellos notaron su preocupación cuando la empresa de la que era gerente, la cooperativa Ugarola, sufrió las dificultades propias de la crisis económica y, en particular, del sector papelero de Tolosa. A su tesón y su capacidad negociadora se debió en buena medida la reconversión de la empresa, dedicada después a la fabricación de pequeña maquinaria de construcción. Hizo su trabajo profesional compatible con la actividad política y periodística. Escribió varios años en las páginas de El Diario Vasco de San Sebastián y lo dejó después debido a varias incomprensiones.

Fue entonces cuando se incorporó, primero como articulista esporádico y después como columnista fijo, a El Mundo del país Vasco. Hace un par de años solicitó su jubilación anticipada para dedicar todo el tiempo a escribir. Siempre polémico, siempre claro, sus columnas eran devoradas cada semana por partidarios y adversarios. José Luis, incorruptible, no soportaba la corrupción. Amante de la libertad, no consentía su vulneración. Pacífico siempre, no aceptaba la violencia. Estudioso de los entresijos del Estado de Derecho, no concedía terreno a los enemigos de la democracia. Ahí quedan sus textos, como el legado de un militante de la libertad y testigo de la barbarie que combatió. Sí, un testigo, no en el sentido de parte de un proceso sino como lo fueron los que, acumulando palabras en la memoria o utilizando un trozo de papel, escribieron en los campos de concentración nazis sobre lo que ocurría a su alrededor.

Padeció por ello antes de ser asesinado. Cartas amenazantes, pasquines contra él repartidos en Andoain, pintadas en la fachada de su casa. Unos meses antes de su asesinato, cócteles molotov contra su domicilio. Hablé con José Luis entonces, preocupado por él y su familia. Yo había sido, al fin y al cabo, el que le invitó a escribir en El Mundo, el que le insistió en que lo hiciera más frecuentemente. La misma sensación de culpabilidad que aquella mañana de domingo. Pero él, nada inclinado al victimismo, trataba de tranquilizarme agradeciendo tener un espacio desde el que defender la libertad y la democracia. Fue testigo de todo ello, lo diseccionó, lo combatió y fue aniquilado por las cobardes balas asesinas de ETA.

Pero había que seguir. Poco después de su asesinato, un periodista latinoamericano me preguntaba si estas víctimas vivían “aisladas” en el País Vasco. Podía ser lo que querían los terroristas, pero no ellos, que se sentían, perseguidos por el totalitarismo, integrados y comprometidos con su país. López de Lacalle había aceptado, tiempo atrás, ser miembro del Consejo Social de la Universidad del País Vasco. Allí conoció al actual lehendakari, Juan José Ibarretxe, que representaba al PNV. A todo lo que se comprometió se dedicó en cuerpo y alma. Y a todo lo suyo puso siempre un punto de ironía: «Yo, que era un pobre chico de Tolosa, he sido miembro del Consejo Social de la Universidad, tengo una hija estudiando en Ginebra y un hijo poeta. Claro que mi mujer es profesora…».

Su mujer, Mari Paz Artolazabal, es una de las fundadoras de la ikastola de Andoain. Pertenece a una antigua familia nacionalista y ha sido, sin duda, el perfecto complemento del adversario intelectual del nacionalismo que era José Luis. Disfrutaba del debate como un enriquecimiento y sabía distinguir entre las relaciones personales y las discrepancias políticas. Por conocer y tratar a unos y otros, el portavoz del PNV, Joseba Egibar, aseguró, tras el asesinato de Gregorio Ordóñez, que José Luis López de Lacalle estaba desempeñando un papel de mediador entre Jaime Mayor Oreja y ETA. Se le implicaba falsamente, quizá para dar una imagen de debilidad en el PP, quizá para colocarle en un papel que no era el suyo. Él era un intelectual independiente e insobornable que, simplemente, era amigo de sus amigos (como lo era también del parlamentario nacionalista Joseba Arregi, con el que coincidía cada verano en Zarautz). Hablaba de Aitziber y Alain como un padre encantado de los éxitos de sus hijos, y de Mari Paz con entusiasmo. El también había reído con sus amigos y llorado con ellos y, demasiado a menudo, por ellos. No estaba inclinado a esconder sus sentimientos, que se notaban en su mirada clara y expresiva.

Tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco constituyó, con otros intelectuales, el Foro de Ermua. Lo hicieron, como repetía José Luis, porque el País Vasco necesitaba un movimiento cívico que se opusiera a ETA y cooperara en la instauración de un sistema de libertades. «Nunca he vivido -dijo en una entrevista- en un sistema de libertades plenas. Primero, el franquismo; ahora, el totalitarismo de ETA y la violencia». Pidió al PNV que se alejara del rumbo que había tomado, que dejara el Pacto de Estella y la colaboración con los sicarios de ETA. Y, al ver que no era posible que los más maximalistas dieran ese paso, solicitó a sus lectores y conciudadanos que vencieran al PNV en las urnas.

Otro maximalismo, el del carlismo violento del Cura Santa Cruz, asesinó al liberal Otamendi. Cuando le preguntaron a uno de los seguidores del cura por el motivo contestó que «ya le había dicho muchas veces que hablaba demasiado y como no dejaba de hacerlo…». José Luis no dejaba de hacerlo. Albert Camus decía que la primera obligación de los demócratas era no olvidar jamás a las víctimas del terror totalitario. A mí eso no me cuesta esfuerzo, no puedo -ni quiero- olvidarle, está presente cada día en la memoria y en las páginas de sus escritos. Tampoco me duele tratar inútilmente, pero en este caso sí esforzadamente, de ocupar su lugar en la batalla por la libertad. Lo que me duele es no haber caminado en esa lucha, mientras estaba a mi lado, más intensamente. “No todo silencio es complacencia”, oigo todavía decir a algunos pusilánimes. Pero hay cosas ante las que no es posible callar. Como José Luis, al que ni asesinándolo lograron callar.

Germán Yanke

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